JON JUARISTI – ABC

· Si los etarras no quieren arrepentirse, allá ellos, pero lo suyo fue puro terrorismo.

En los medios del nacionalismo vasco, incluyendo los del gobierno autónomo, se habla sin tapujos de ir acercando a Euskadi y a Navarra los presos de ETA y de facilitar las excarcelaciones por la vía individual, saltándose lo del arrepentimiento y las peticiones públicas de perdón. Es evidente que para el PNV y su nuevo planteamiento de la nación foral resulta, si no absolutamente necesario, sí al menos muy conveniente que salgan de las cárceles los presos abertzales, que serán todo lo de ETA que se quiera, pero que además son abertzales, es decir, nacionalistas vascos, parte de la comunidad nacionalista a la que pertenece el PNV. Si el gobierno de Urkullu no hiciera nada para sacar a la calle a los reclusos abertzales que quedan, una vez que ETA aun sin disolverse ha dejado de matar, tendría algunos problemas para mantener más o menos unida a la comunidad nacionalista y muchos para asentar su alternativa de nación foral, que parece excluir el secesionismo en aras del privilegio consolidado.

Por otra parte, la izquierda abertzale rechaza el arrepentimiento, como ha quedado claro con su posición ante el vigésimo aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco. Para Bildu, lo que se vivió mientras ETA estuvo activa –en toda España, y no sólo en tierras vascas– no fue una impugnación terrorista del Estado desde un proyecto secesionista, sino la prolongación de una guerra civil (que ETA consideraba a su vez una fase más de la guerra infinita entre España y el pueblo vasco). De modo que, como en una guerra civil no puede haber vencedores ni vencidos, o los arrepentimientos y la peticiones de perdón son recíprocos o, según el planteamiento de la izquierda abertzale, no cabe exigirlos sólo a una de las partes.

Es obvio que este relato abertzale de la guerra civil –este mito, para decirlo claramente– resulta muy tranquilizador para los terroristas de ETA y para quienes los apoyaron, porque suprime o cuando menos relativiza sus responsabilidades, no ya jurídicas sino simplemente éticas. Un soldado que mata no es un asesino. El problema es que en una guerra los mismos soldados pueden comportarse a ratos como heroicos y limpios luchadores y a ratos como asesinos, pero esta observación es todavía demasiado abstracta.

En la última guerra civil, la de verdad, no la imaginada por Bildu, una cosa era la violencia en el frente y otra la violencia en la retaguardia. Puesta a reanudar la guerra civil, ETA imitó sobre todo la violencia de la retaguardia, inclinándose preferentemente por el modelo del paseo, muy eficaz para iniciar una guerra, como lo había demostrado en julio de 1936 el asesinato de Calvo Sotelo. El de Javier de Ybarra y Bergé por ETA, el 22 de junio de 1977, siguió al detalle el patrón de este último: «detención» en el domicilio, asesinato lejos de casa y abandono del cadáver (que no se hizo desaparecer).

El problema es que el Ejército no se alzó en armas y no hubo por tanto guerra civil, ni frentes de Guadarrama ni del Ebro, ni heroicos gudaris ni heroicos requetés en Elgueta o Villarreal de Álava ni nada parecido. Hubo paseos y más paseos, y conatos de paseos, y paseos chapuceramente resueltos, como el de Miguel Ángel Blanco, al que Txapote abandonó todavía con vida y con una bala en el cerebro, y paseos con bomba lapa y mucho ladrón de relojes.

Porque, pobrecitos suyos, resulta que los de ETA no fueron los sucesores y herederos de los gudaris del ayer sino de los chequistas y de la Brigada del Amanecer (también de los valerosos escuadristas de saca y cuneta, mal que les pese). Si lo del arrepentimiento les resulta insoportable, allá ellos, pero que no cuenten milongas, sobre todo a sí mismos.

JON JUARISTI – ABC – 30/07/17