IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El semblante del Rey dice mucho más que sus palabras. Hay que decodificarlo desde la semiótica, no desde la semántica

La mayor grandeza de la monarquía parlamentaria española consiste en que heredó el poder de una dictadura y se lo transfirió al pueblo, ese concepto que tanto le gusta manosear a la presidenta del Congreso. Y hasta tal punto la Corona se achicó a sí misma el campo –mediante la figura constitucional del refrendo– que sus discursos requieren el visto bueno del Gobierno y sólo le queda como margen de expresión propia el recurso al lenguaje de gestos. En ese sentido destaca en las últimas semanas la patente circunspección de Felipe VI, que tanto en la toma de posesión del Ejecutivo como ayer en la inauguración de la legislatura se ha ocupado de hacer visible su semblante serio. Lo que en términos coloquiales se llama un ‘careto’. Sabedor de que cada palabra suya va a ser escrutada con el microscopio de la semántica política –analizador de partículas, lo llama Alsina–, ha convertido su fisonomía en un mensaje por sí misma, única manera a su alcance de mostrar la preocupación que lleva por dentro sin rozar la intromisión ilegítima en un debate público cuya participación tiene prohibida. La ley le obliga a observar una neutralidad estricta y le obligará también a rubricar la amnistía cuando se la pasen a la firma, aunque sea tragando saliva y por mucho que cierta derecha le reclame una declaración de rebeldía, pero todavía le permite administrar el contexto en que despliega o reprime sus sonrisas. Cuestión de semiología.

Las palabras las tiene que medir, por activa y por pasiva, porque se le juzga por lo que dice y por lo que no dice, por lo que subraya y por lo que omite. Los redactores de sus discursos han de calibrar el sentido de cada sílaba que escriben, y el propio monarca cuidarse de que ni siquiera la entonación, la prosodia, rebase los límites que la Constitución define. Por eso el contenido suena genérico, elemental, abstracto: la convivencia, el respeto al ordenamiento, la unidad, la responsabilidad de los diputados en su ejercicio soberano. Nada que puedan reprocharle esos sexadores de sintagmas acostumbrados a reclamar para sí el monopolio de los alegatos sectarios, y que incluso ante una intervención tan cauta, tan aséptica, tan impecablemente fiel a los equilibrios democráticos (que ellos desprecian) le niegan el aplauso. Ya estaba allí Armengol, telonera de segundo rango, para soltar soflamas de un partidismo gregario improcedente en la tercera magistratura del Estado. El Rey habla con la dignidad institucional y arbitral exigida por su función y reclamada por las circunstancias, incluso aparentando una normalidad bastante mayor de la apreciable en esta atmósfera política de polaridad exorbitada. La suya es la posición más sobria y sensata que existe ahora mismo en la esfera dirigente de España. Otra cosa es que cualquier observador capaz de trascender las apariencias sepa interpretar la opinión que trasluce su cara.