IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La falta de autoridad sobre sus socios despoja a Sánchez de liderazgo para mediar en un conflicto de alcance planetario

El año pasado, Rusia empezó una guerra al invadir Ucrania. Y uno de los dos partidos de la coalición del Gobierno de España se opuso a socorrer con suministros de armas a la nación atacada. Ahora es Israel el país que ha sufrido una brutal agresión del grupo terrorista que manda en Gaza y ese mismo partido, más otros que igualmente forman parte del Ejecutivo, acusan de genocidio a los judíos, piden que a Netanyahu lo juzgue el Tribunal de la Haya y exigen a Sánchez que rompa relaciones diplomáticas. El presidente sostiene que la política exterior la dirige él pero la ministra Ione Belarra insiste en que Podemos también habla en nombre del Gabinete y que su opinión debe ser escuchada. Para ostentar la dirigencia semestral de la Unión Europea, la gestión de la crisis internacional no parece exactamente un modelo de claridad y de eficacia. Hemos perdido la interlocución con Israel mientras las autoridades de Tel Aviv reciben a los líderes y representantes de Estados Unidos, la UE, Alemania o Italia y el pobre Zelenski sigue esperando, se supone que sentado, la ayuda militar que vino a implorar en la cumbre de la Alhambra.

Aquí estamos muy ocupados con los asuntos internos. La amnistía y esas cosas, el ‘rencuentro’ que dice Zapatero, requieren mucho trabajo y mucho tiempo. Las negociaciones se llevan en secreto aunque a juzgar por los gestos de los portavoces monclovitas no existen aún garantías de éxito. Los sanchistas están demasiado enfrascados en la investidura para atender asuntos tan complejos como el del conflicto de Oriente Medio, donde tampoco es que nadie les eche de menos. Escasa confianza puede inspirar un Gobierno descoordinado, escindido, bifurcado por dentro, incapaz de ponerse de acuerdo consigo mismo respecto a un asunto tan serio y con una facción extremista decidida a aprovechar la delicadeza del momento para agitar el avispero y excitar el encono ideológico de sus adeptos.

La presidencia comunitaria ha devenido, o está a punto de hacerlo, en fiasco. Lejos queda ya el proyecto de encabezar una mediación de paz en el escenario ucraniano. Y en el palestino, la falta de autoridad sobre sus propios socios convierte a Sánchez en un gobernante sin liderazgo para hacerse oír entre el estruendo de los cañonazos. La agresividad antisionista –léase antisemita– de Podemos ha quemado cualquier posibilidad de diálogo con el otro bando, que es el que tiene ahora en sus manos la decisión sobre el siguiente paso. A fuer de sinceros, el papel geopolítico de España nunca ha estado en los cálculos de los grandes actores planetarios, pero si había una mínima oportunidad de ejercerlo se ha disipado. De la Conferencia de Madrid de 1991 salieron los acuerdos de Oslo; del forcejeo dialéctico con la embajada israelí no va a salir más que un desencuentro fastidioso, un inoportuno engorro en medio de un grave atolladero histórico.