José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Algunos ministros en privado expresan su perplejidad por el vacío de referencias necesarias para desarrollar su gestión
¿Cómo se ha podido pasar del ‘Gobierno bonito’ del mes de junio a este equipo gubernamental descosido y magullado de noviembre? Quizá la causa haya que localizarla en la improvisación y rapidez con que se formó y los criterios que utilizó Pedro Sánchez para nombrar a sus ministros, que fueron más propios de la mercadotecnia que de los que se derivan de la solvencia, al menos en algunos casos, y en otros, simplemente intuitivos e incluso caprichosos. Pero, sean estas u otras las causas del derrumbe gubernamental, la desprofesionalización política de algunos de los miembros del Ejecutivo es tan manifiesta como los problemas —éticos, fiscales y financieros— que afectan a media docena de ellos.
Sánchez ya tuvo que prescindir precozmente de los titulares de Cultura y de Deportes y de Sanidad —Màxim Huerta y Carmen Montón—. Debió haber cesado a la de Justicia, Dolores Delgado, y terminará por hacerlo según los hermeneutas de las tácticas del entorno de Villarejo, que auguran más desahogos de la ministra. Pedro Duque ha tenido que pagar una liquidación complementaria por la sociedad instrumental tenedora de una de sus viviendas y Nadia Calviño debe todavía algunas explicaciones más sobre cómo adquirió su casa. Josep Borrell —quizás el más competente de los que se sientan en el Consejo de Ministros— debe arrostrar las consecuencias de una multa de la CNMV por utilización de información privilegiada en la venta de unas acciones. Por fin, Isabel Celaá, al parecer, ha hecho una declaración de bienes un tanto selectiva y también tiene pendiente alguna puntualización que los medios y la oposición le reclaman y que ella desoye.
Estos manchones, con ser importantes, no son los peores si la acción política del Ejecutivo fuese fluida, vibrante y eficaz. No solo no es así, sino todo lo contrario. La ruina del Ejecutivo es que a estas interioridades poco edificantes se añaden su dilución, su dispersión, su forma de desempeñar sus misiones en compartimentos estancos, sin ofrecer la sensación de un equipo cohesionado, sin buena información de lo que hacen unos y otros y con desconocimiento de cuándo y de qué hay que hablar y de cuándo callar. Se trata de un Gobierno sin pautas, muchos de cuyos miembros no saben exactamente si circulan por el buen camino o por el errado. No hay cohesión en las políticas y a veces se intercambian los roles.
Así, la vicepresidenta ejerce en el Vaticano de titular de Exteriores, mientras que es el responsable de ese departamento el que irrita a los independentistas sin que sus compañeros le amparen con particular entusiasmo. ¿Quién defiende el Presupuesto? ¿La ministra de Hacienda, María Jesús Montero, o la de Economía, Nadia Calviño? Las dos, pero ¿lo negocia Batet en Barcelona? Por lo demás, este es un Gobierno sin Parlamento, y de no ser por la abusiva y constitucionalmente fraudulenta utilización de los decretos-leyes, el Gabinete parecería una comisión delegada de subsecretarios.
El Gobierno de Sánchez está instalado en la provisionalidad porque no hay cartografía para la orientación. Cada día trae su afán, de tal manera que Moncloa vive en estado de vigilancia y sobresalto permanente. Es verdad que el Gabinete aguanta con 84 diputados, pero el coste está siendo altísimo. El presidente, ahormado en la adversidad, puede soportar con cierto estoicismo este trance —tiene el botón rojo de la convocatoria electoral—, pero sus ministros se mueven tanteando la realidad, olfateando el ambiente, inseguros. Algunos, en privado, expresan su perplejidad por el vacío de referencias necesarias para desarrollar su gestión.
Los socios del Gobierno hacen más difícil su deambular. Mantienen a Sánchez y a su Ejecutivo por razones de conveniencia, puramente tácticas, alejadas de cualquier proyecto político sólido y compartido, y le asaltan en cuanto tienen oportunidad. Lo ha hecho Podemos con un Iglesias que pasa de amigo a adversario en cuestión de días; lo hacen unos independentistas arriscados que lanzan por delante al Rufián de turno, más amonestado por la presidenta del Congreso que impugnado por el grupo socialista. De hecho —y a falta de formalización—, la coalición de ‘rechazo’ a Rajoy no se ha comportado nunca como de abierta afirmación a Sánchez, que se abraza a sus presuntos socios más para no caerse él que para apoyarse en ellos.
Si Sánchez pretende continuar hasta 2020, debería refrescar el Consejo de Ministros y hacer lo que se denomina ‘una crisis’
Si Sánchez pretende continuar hasta 2020 —en el caso de que los independentistas le hagan la faena de aprobarle los Presupuestos de este año para mantenerle bajo su control—, debería (quizá se lo sugiera Iván Redondo, que a la postre observa todo esto a media distancia) refrescar el Consejo de Ministros y hacer lo que se denomina ‘una crisis’. Porque en seis meses hay ministros quemados como si llevasen en el sillón seis años. Los materiales relucientes de junio padecen aluminosis en noviembre. El regreso a la dura realidad ha resultado más fulminante de lo esperado, después de que Sánchez confundiera el “cuanto antes” por el “cuando quiera”. El presidente, en fin, está pagando ese grave error político de ser un arbitrista*.
*Significado de arbitrista según el diccionario de la RAE: “Persona que inventa planes o proyectos disparatados para aliviar la Hacienda Pública o remediar males políticos”.