José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Sánchez presenta hoy el plan ‘España 2050’. Plantear objetivos a tres décadas es una temeridad. El Gobierno debe gestionar el presente y el medio plazo. Cataluña, Marruecos, fondos europeos y pandemia
Este Gobierno presenta síntomas alarmantes de disfuncionalidad. Algunos, verdaderamente graves. El que lo es más es la auténtica usurpación legislativa al Congreso mediante la utilización abusiva de los reales decretos leyes, contemplados en la Constitución (artículo 86) para casos de “extraordinaria y urgente necesidad”. Es cierto que deben someterse a la convalidación o derogación de la Cámara Baja en el plazo de 30 días y que también es posible transformarlos en proyectos de ley, pero su entrada en vigor es inmediata una vez publicados en el Boletín Oficial del Estado. Sánchez es el presidente que en menos tiempo más decretos leyes ha aprobado (por encima de 40), el 97% del conjunto de las normas con rango de ley ordinaria, y lo ha hecho sobre materias muy delicadas. Y esa producción abusiva de normas por la vía de urgencia no responde a tal sino a la impotencia parlamentaria que padece el Ejecutivo, siempre bajo la espada de Damocles de no disponer de mayorías para aprobar proyectos de ley.
Estas normas excepcionales que marginan inicialmente al Congreso han abordado cambios en otras leyes ordinarias con una falta de escrupulosidad llamativa y, en último término, han consumado cacicadas como la inclusión en la Comisión Delegada de Asuntos de Inteligencia —que controla el CNI— del que fuera vicepresidente segundo del Gobierno Pablo Iglesias y, por extensión, del director del Gabinete del Presidente, Iván Redondo. El Constitucional ha puesto coto a este desmadre normativo del Consejo de Ministros y ha dejado sin efecto esos nombramientos —deben contemplarse en una ley ordinaria tramitada previo proyecto o proposición, porque no hay razón de urgencia alguna— al tiempo que ha sentado una doctrina sensata y adecuada sobre el modo en que debe interpretarse la “extraordinaria y urgente necesidad” de utilizar este procedimiento legislativo tan excepcional.
El Gobierno ha cogido miedo a quedar desarbolado en el Congreso y lo evita como el gato escaldado el agua fría. No hay pues, insisto, urgencia, sino impotencia. Fue verdaderamente patética la convalidación en enero pasado del decreto ley de reparto de los fondos europeos. De no haberse abstenido el grupo parlamentario de Vox (cuyo líder, Santiago Abascal, se granjeó un insólito elogio de Pedro Sánchez), la norma hubiese decaído, como decayó sin remisión un decreto ley sobre vivienda en 2019 a manos de sus socios de Unidas Podemos.
El Ejecutivo de Sánchez está en minoría parlamentaria y sortear esa enorme dificultad requiere de una capacidad negociadora de la que carece. Actúa con la soberbia del impotente que no quiere reconocer que lo es. Trata de imponerse hasta el límite de sus posibilidades y cuando no lo consigue es renuente a consensuar y, en muchas ocasiones, prefiere no hacer nada a ceder, como ha ocurrido con la segunda desescalada de la pandemia a la espera de que el Supremo le ofrezca una improbable cobertura alternativa al estado de alarma que no ha querido renovar, ni sustituir, tanto por miedo a no conseguirlo como por lo que implicaba de dar la razón a la oposición mediante la aprobación exprés —perfectamente posible— de una ley orgánica de pandemias. Los que mantienen que el trámite procedimental de la aprobación de leyes es muy dilatado, no deberían olvidar que el artículo 135 de la Constitución se modificó en un mes (agosto de 2011) por el procedimiento de urgencia, en lectura única, sin admitirse enmiendas y sin informe del Consejo de Estado, al plantearse como proposición y no como proyecto. Si se quiere, se puede.
El Ejecutivo está malversando facultades constitucionales y situándose en un horizonte difuso e improbables medidas
El Ejecutivo está malversando facultades constitucionales (vamos a ver cómo son sentenciados por el Constitucional los dos recursos que han impugnado las declaraciones de estado de alarma) y situando en un horizonte difuso e improbable medidas de distinta naturaleza. Hoy jueves, Pedro Sánchez presenta en el Reina Sofía el plan ‘España 2050’, es decir, una elucubración a casi 30 años vista que no deja de ser cabalística, por mucho que el informe lo avalen solventes expertos en distintas materias. Por ejemplo: la Agenda 2030 de Naciones Unidas se lanzó en septiembre de 2015 cubriendo tres lustros de previsiones, no seis, como pretende la de Moncloa. El signo de los tiempos es la imprevisibilidad de los acontecimientos y refugiarse en dictámenes sobre futuribles puede llegar a constituir una temeridad. La sobreventa de Iván Redondo en ‘El País’ de este lunes del trabajo patrocinado por la Oficina de Prospectiva que él dirige fue más propaganda que un ejercicio de verosimilitud de la iniciativa.
El Gobierno tiene que estar en el presente y en el medio plazo realista: Cataluña, Marruecos, fondos europeos y pandemia, entre otros asuntos cruciales. Y jugar con las reglas de compromiso del sistema, preservando los otros dos poderes del Estado que está invadiendo: el judicial —ya se ha visto cómo lo ha hecho, mediante una proposición impresentable para los estándares europeos y con otra, aprobada, dejando en funciones al CGPJ, situación constitucionalmente no prevista— y el legislativo, al que elude mediante decretos leyes que han perdido su sentido excepcional. Y si no puede gobernar como corresponde a un sistema parlamentario, que negocie. Y si no logra resultados en esa negociación por sus escasos efectivos en las Cámaras, que convoque elecciones. Pero no tiene derecho a que se haga pasar por urgencia lo que es pura y dura impotencia, obviando los problemas rabiosamente presentes en la realidad española con una futurología que es un puro artificio.