editorial EL MUNDO
LA JORNADA de ayer se recordará como el momento en que el independentismo reactivó la insurrección contra la democracia. De nuevo el poder político y un activismo social que se quita la careta para degenerar abiertamente en terrorismo vuelven a actuar al unísono para socavar los cimientos del Estado de derecho. Se trata de relanzar, con nueva virulencia, otro otoño subversivo como el de 2017. Ya ni siquiera se molestan en defender el supuesto carácter pacífico del soberanismo. Ahora el presidente de la Generalitat y los partidos en que se apoya su Govern salen en defensa de procesados por terrorismo, enviados por el juez a prisión bajo la gravísima acusación de planear atentados como medio de precipitar la consecución de la república. Cuando se conoció esa decisión, hubo bronca en el Parlament; pero quien resultó expulsado por el presidente Torrent fue Carlos Carrizosa, portavoz de Ciudadanos. Es imposible no recordar los días de septiembre de 2017, cuando los derechos de la oposición fueron aplastados por el rodillo separatista. Pero semejante ejercicio de despotismo resulta hoy si cabe más vergonzoso, por cuanto nace de una maniobra de legitimación de la amenaza terrorista que empieza a cernirse sobre Cataluña, según la propia Audiencia Nacional.
Se equivocaron quienes minimizaban los efectos de años de adoctrinamiento en las escuelas y los medios de comunicación, con una ideología volcada en el odio hacia España y con el fermento de la frustración generada por el fracaso del procés. El desafío reiterado al Estado y el desprecio a las reglas de la democracia han creado el caldo de cultivo para la irrupción del terrorismo en Cataluña. Frente a ello, en lugar de esconder la evidencia como hace la Generalitat con una irresponsabilidad incalculable, no cabe sino responder con determinación con todos los instrumentos del Estado de derecho.
Cataluña ofrece síntomas de haber emprendido el camino inverso al recorrido por el País Vasco. La democracia española logró vencer a ETA tras cuatro décadas de abyecta trayectoria. El nacionalismo catalán está pulverizando cualquier atisbo de su hipotética voluntad pactista. Los síntomas de enfrentamiento se acumulan desde hace varios años, pero la detención de siete miembros de los llamados Comités de Defensa de la República (CDR) constituye un salto cualitativo que debería activar todas las alarmas institucionales. Están acusados de terrorismo y tenencia de explosivos y el juez García Castellón decretó ayer prisión provisional para todos ellos. La Fiscalía les acusa de ultimar acciones terroristas de cara al próximo aniversario del 1-O.
No estamos, pues, ante coacciones violentas como las que han ejecutado los CDR en anteriores ocasiones, sino ya ante una amenaza terrorista directa. En este contexto, que Torra siga presentando a estos grupos como un «movimiento pacifista» no es más que una forma de blanquear la violencia para la consecución de objetivos políticos. Si a ello se suman el plante de los Mossos –instrumentalizados por el Govern– en la comisión de Seguridad Estado-Generalitat y las resoluciones del Parlament que instan a expulsar a la Guardia Civil de Cataluña y a liberar a los presos, queda claro que la Generalitat continúa instalada en el rupturismo y la ilegalidad. En lugar de abroncar a la Guardia Civil, tal como hizo Fernando Grande-Marlaska por la operación llevada a cabo contra los CDR, lo que debe hacer el Gobierno de Sánchez es articular las medidas necesarias para hacer frente al independentismo, que ya no solo plantea un pulso institucional sino un reto para la seguridad. La prioridad ahora ya no solo es combatir políticamente el independentismo, sino atajar la incipiente amenaza terrorista. El 155 parece hoy más inevitable que ayer.