Juan Carlos Girauta-ABC
- En alguna dimensión que se nos escapa, un grano de arena, el decisivo, ha derrumbado el montón
En ocasiones se juntan las catástrofes. Unas son provocadas: votar a Sánchez habiendo a mano opciones dignas. Otras son fortuitas, como la pandemia o la conversión de España en un solo bloque de hielo. Los elementos han unido, con el guiño de los procesos ciegos y el de la ignorada geografía que subyace a la política, a un país empeñado en separarse.
Pero incluso las catástrofes fortuitas las puede agravar la provocada, y por eso el peor gobierno de Europa lleva los efectos de la pandemia hasta sus luctuosos récords, los envuelve en esa opacidad propia de las autocracias, y somete al personal a la periódica broma macabra de unas comparecencias públicas entre el monólogo cómico y el de terror,
dadas las circunstancias. Y por eso también se entrometen la ideología y las pullas entre banderías hasta en el despejar o no la nieve, y hasta dónde, en echar o no la sal, en deshacerse o no del hielo, en reconocerle a una zona catastrófica su condición o no. Con la plana mayor del gobierno escondida, esperando a que escampe, lo más tranquilizador que nos aportó el ejecutivo de progreso fue la pachorra de Ábalos. Y con eso está todo dicho.
Lo que pasa con todas estas catástrofes sincronizadas es que, además, se retroalimentan en un círculo vicioso que solo una extremada virtud ciudadana y política (por este orden) podría romper. Que alguien saque el candil y busque a un hombre bueno. Creo que el último salió pitando cuando un par de gremios muy dinámicos le destrozaron el cuatro por cuatro con el que salvaba vidas. Con lo que el círculo vicioso crece y crece en vicio y en luto y en miseria. El gobierno de los peores se entrelaza con la cepa británica del virus chino. Ambos, a su vez, con la brutal nevada y sus secuelas de troncos abatidos, calles cortadas, tráfico vedado y un abuso del Zoom en casa que puede salvar al que no trabaje en un negocio cara al público… en el país de la hostelería, la restauración, el turismo, los servicios.
Porque de cada una de las tres catástrofes que el destino ha agolpado -Pedro, peste y Filomena- surge otra que, si no fuéramos escépticos, nos invitaría a pensar en una maldición española: otra vez a la cola en el empleo, otra vez un paro juvenil que sala la tierra del futuro, que condena a una nueva generación al estado de desempleo crónico jalonado con trabajos precarios, a quedarse en casa de los padres, a retrasar las decisiones vitales hasta que es demasiado tarde para todo y el resentimiento va tiñendo la mirada.
Parece claro que, en alguna dimensión que se nos escapa, un grano de arena, el decisivo, ha derrumbado el montón. Y que alcanzado el punto de inflexión los cambios serán enormes e inevitables. Ante la catarata de desgracias -con y sin culpables directos- que se alimentan entre sí, podemos prepararnos para el daño, quedarnos a cubierto una temporada, o podemos seguir así hasta que nos destroce.