Ignacio Camacho-ABC
- El único patrimonio moral de las víctimas es la dignidad para no traicionarse a sí mismas colaborando en una hipocresía
Algo funciona mal cuando en el homenaje del Congreso a las víctimas del terrorismo van a faltar las asociaciones que representan a quienes durante más tiempo lo han sufrido. Esa ausencia voluntaria desenmascara la hipocresía de un acto que carece de sentido en el contexto político de la creciente normalización de Bildu. La aproximación del Gobierno a los herederos del proyecto de ETA ha cobrado un carácter progresivo y cada vez más despojado de prejuicios a medida que su mayoría parlamentaria empezaba a correr peligro; se trata de un proceso destinado a blanquear el pasado cubriéndolo con un velo de olvido para otorgar al partido posterrorista una condición de aliado legítimo. Pero esa intención es incompatible con la de honrar
a los caídos, cómo mínimo mientras esté pendiente un rechazo explícito de los crímenes y una condena siquiera teórica de los asesinos. Y aunque los colectivos de víctimas han comprendido hace mucho que el sufrimiento «mola» poco en un marco social de forzoso optimismo, no les queda otro remedio que negarse a colaborar en la construcción de ese relato ficticio. A estas alturas su único patrimonio es la libertad de conservar el gesto digno para mirarse al espejo sin traicionarse a sí mismos.
La memoria del holocausto etarra se ha vuelto antipática. Hijas, madres y hermanas de los muertos, que se sobrepusieron a la tragedia con determinación de vestales de la democracia, van ahora clamando como troyanas entre la indiferencia de una sociedad resignada. Soportan el acercamiento de presos a sus casas, el recibimiento de los criminales con bienvenidas multitudinarias, la presencia institucional de quienes no hace mucho jaleaban los atentados y pintaban dianas en las fachadas. Albergan un sentimiento de derrota moral, de desamparo, de postergación en un ambiente político y civil que ya no desea recordar un pasado dramático. Se han convertido en fantasmas melancólicos que de vez en cuando se aparecen para reclamar en tono amargo su derecho a escapar del fracaso, al menos a que la historia se escriba en términos exactos y no acabe en un ominoso parangón entre los que murieron y los que mataron. Tampoco piden tanto: sólo que prevalezca la verdad sin maquillajes y que se cumpla aquel pacto arrumbado que exigía como requisito de paz el reconocimiento del daño.
En vez de eso, sin un solo signo de contrición, Bildu es un actor relevante en el Parlamento. Goza de la complicidad de los separatistas y de Podemos, los portavoces del Gobierno tratan a sus diputados con deferencia y respeto, cuando no con pleitesía, y han firmado con ellos un ignominioso acuerdo que parece la base de futuros consensos. Las víctimas no se han autoexcluido, han quedado orilladas en un marco de vacío y de desprecio. No pintan nada hoy en esa ceremonia de fingimiento; se les oye mejor y más claro cuando se expresan con el lenguaje del silencio.