IGNACIO CAMACHO-ABC
El Gobierno ha acabado aceptando la idea de bloquear la investidura de cualquier modo, incluido el de bajar al barro
FANGO, mucho fango. Puigdemont no va a ser presidente de Cataluña pero está consiguiendo parte de lo que quería, que es enlodar en sus propias contradicciones al Estado. En su afán por no volver a fracasar como en la consulta ilegal de octubre, el Gobierno ha acabado aceptando la idea de bloquear la investidura de cualquier modo, incluido el de bajar al barro. Esta vez la Moncloa no quiere que le acusen de llegar tarde, aun a costa de atropellar el procedimiento para forzar el paso. Pero al desoír al consejo consultivo del Reino, ha hecho lo mismo que reprochaba a los secesionistas: pasarse por el forro el dictamen –en ambos casos no vinculante– de los letrados. La Brigada Aranzadi (Juliana dixit) de la vicepresidenta ha medido mal el terreno que mejor conoce, el de la estrategia jurídica, y ha puesto al Gabinete en la tesitura de un patinazo.
Ha sido un error flagrante de comunicación, interna y ante los medios. Cuando Sáenz de Santamaría y el propio presidente se lanzaron esta semana a una ofensiva de declaraciones, prometieron que el prófugo no sería investido en términos muy similares a los que usaron para garantizar que no habría referéndum. Entonces llegaron desde el Constitucional avisos serios de que acaso se estaban pillando los dedos. El Tribunal puede actuar a posteriori, anulando la posible elección en ausencia del candidato e impidiendo una toma de posesión que a todas luces requiere su presencia física, pero no tiene manera ni tiempo material de interrumpir sobre la marcha una sesión legal del Parlamento. La cuestión quedaba en un limbo peligroso: si se produce la votación, Puigdemont blasonará de legitimidad política aunque luego el acto jurídico quede sin efecto. Para anticiparse a la humillación había, pues, que recurrir con carácter preventivo la convocatoria de la investidura al amparo del artículo 161.2 de la Constitución, una especie de continuación del 155. Su hermano pequeño.
Hasta ahí, todo parecía relativamente fácil. Las restricciones judiciales a la «libertad deambulatoria» del fugado ofrecían el pretexto para un recurso que motivase la suspensión cautelar del pleno. Lo inexplicable es que la fontanería de Moncloa olvidase sondear al Consejo de Estado para asegurarse su visto bueno. Un fallo de manual que en cuestión de horas provocó un lamentable tropiezo. Oxígeno para el independentismo, que sacó pecho al ver cómo el adversario se metía solo en un atolladero.
Para salir de él, Rajoy ha ordenado tirar adelante como sea, pero esa decisión tiene un precio. El Gobierno se arriesga, si no a un revolcón bochornoso, al menos a que el Constitucional pierda la unanimidad que ha venido manteniendo. Y en todo caso se ha desdicho de su respeto a las formas para asumir la confusa razón de Estado de que el fin justifica los medios. Si se trataba de eso podía haber echado el carro por las piedras hace tiempo.