El hombre de la frontera

Mario Onaindia era un hombre de frontera. Nacido en la tribu, descubrió en el otro lado que la tribu se muere en sí misma, que su supervivencia está fuera de ella. De joven se exaltó porque oprimían a los de la tribu; de mayor, porque los de la tribu se comportaran peor con los que no querían ser de tribu alguna.

Hace un año que desapareció de la pradera o los desiertos. Había dejado dicho que le matarían por la espalda, pero murió -lástima de leyenda- acompañado de los suyos, incluido sus escoltas, en el hospital, de una manera menos heroica pero que en nada mancha su imagen de solitario entre lindes y barreras, cuando su pensamiento necesitaba amplios espacios. No era de extrañar que admirase el western, películas que son tragedias griegas. De ‘Sólo ante el peligro’ sacaba la lección de que en ocasiones hay que hacer, como Gary Cooper, lo que se tiene que hacer, sin aceptar los consejos de los mezquinos tenderos del pueblo e incluso de la mujer que amas: de ‘El hombre que mató a Liberty Valance’ aprendió que alguien tiene que salir en defensa de la ley cuando ésta falta absolutamente, y de ‘La venganza de Ulzana’, la búsqueda en solitario de la amenaza.

Mario Onaindia era un hombre de frontera. Nacido en la tribu, descubrió en el otro lado al que pasó que la tribu se muere en sí misma, que su supervivencia está fuera de ella, en la ley que garantiza la igualdad, en el progreso, simbolizado magníficamente en el cine del Oeste por el ferrocarril. Y aceptó durante muchos años hacer de guía comanche: fue guía comanche. De joven se exaltó porque oprimían a los de la tribu; de mayor, porque los de la tribu se comportaran peor, y con malas artes, con los que no querían ser de tribu alguna. Y por eso pasó la frontera al otro lado.

Como todos estos personajes, no era bien entendido. Sólo una minoría muy intelectualizada acogía su discurso. Era demasiado paradójico y fuera de esquema lo que contaba, había que acompañarle en su reflexión, y eso cuesta un cierto esfuerzo. El primero, romper con el prejuicio.

En la vida de solitario que llevaba, la supervivencia era el resultado de la reflexión, del discernimiento. De la capacidad de matiz que distingue si el agua, a pesar de su apariencia, está envenenada o si tras la loma inocente espera la siguiente emboscada. Y fue tal su capacidad de reflexión que sólo con su palabra, después de mil derrotas asumidas, era capaz de vencer al aparato en su partido, y transformarlo, y sacarlo de la tribu, y evitarles a muchos veinte años de prisión que hubieran destrozado sus vidas.

Ha sido Mario Onaindia un caso insólito de político, de los que ya no quedan, capaz de ganar al aparato de su partido sólo con su discurso y de sacar adelante, a pesar de la crítica de los de la tribu, la única escisión surgida de ETA que tuvo éxito, Euskadiko Ezkerra. Y siguió rompiendo con cualquier tribu, disolviendo todo lo que tendía a la opresión anquilosada.

Y traspasada la frontera sin complejo alguno, porque no lo tenía y nadie le podía echar en cara pertenecer a la «derechona», hacer cosas que los de izquierdas temen, saltar otra frontera. Así, pudo escribir un tratado sobre el origen de la nación española, encontrando en la Ilustración doméstica un elemento que se le hizo muy atractivo. Si él amaba el cine, los ilustrados españoles amaban el teatro como forma de explicar a una sociedad analfabeta cuáles eran los principios y derechos por los que valía la pena morir y vivir. Sabía perfectamente, después de haberse jugado la vida frente a unos y otros (¿o eran los mismos?), cúal era el final de sus descubrimientos. Mira, le decía a su fiel compañero que le guardaba las espaldas: cuando el marco de convivencia está bien y hace tiempo inventado, y no es una casualidad ni un capricho puesto en la estantería del supermercado, el marco de convivencia se llama España.

Lo cual no quería decir que no volviese a traspasar la frontera para ir a parlamentar al otro lado. Pero distinguía muy pronto lo que podía ser un encuentro posible de lo que era una taberna de matones o una cita con un vendedor de licor falsificado. Y salía de allí avisando, aunque supiera que la mayoría de las veces no le iban a hacer caso. Y entonces esperaba en el alto de la colina y, dirigiéndose a sus mulas, vaticinaba «Les pasará lo que a Custer».

Y odiaba a Escarlata O’Hara, mezquina oportunista de la supervivencia, nostálgica de la sociedad de caballeros que le hacían la corte, que sólo quería volver a mandar en su finca de esclavos después de jurar que no volvería a pasar hambre, camuflando todo lo viejo con formas nuevas para que siguiera lo viejo. Odiaba el oportunismo que de nuevo nos llevaba al pasado. Él tenía que galopar hacia delante.

Murió hace un año, pero vive entre muchos de nosotros, casi de una manera más presente que cuando vivía. Era valiente, y si no, que lo diga el capitán Troncoso, que escudado tras el sillón y sacando el sable intentaba defenderse ante un Mario esposado en el proceso de Burgos. Era honrado. Murió humilde y sencillo.

Por eso sigue galopando en las praderas (o al menos sus amigos le vemos así) junto a sus héroes del western.

Eduardo Uriarte Romero, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 2/9/2004