Ignacio Camacho-ABC
- Enrique Múgica sufrió un desengaño definitivo al ver que su partido desamparaba a las víctimas del terrorismo
A Mapi y Tina
Cuando en el funeral de su hermano Fernando (Poto) prometió no olvidar ni perdonar a sus asesinos, Enrique Múgica Herzog estaba muy lejos de imaginar la negociación con ETA que acabaría emprendiendo su propio partido. Aquel falso «proceso de paz», el acercamiento complaciente a los que llamaba euskonazis desde la autoridad moral de su ascendiente judío, lo desancló emocionalmente del PSOE y le produjo un desengaño definitivo que se amplió con el Estatuto de Cataluña pactado a la medida del nacionalismo. Múgica, fue de los primeros en entender que Zapatero y otros dirigentes del posfelipismo habían decidido abrazar un proyecto político distinto al que durante treinta años había prestado servicio. Acertó pero aún le deparaba el destino la desazón de
ver, desde el retiro en el que ha ido a buscarlo el maldito coronavirus, a un presidente socialista elegido con la colaboración de Bildu. Lo que opinaba al respecto era bien conocido de todo el que dedicase cinco minutos a oírlo.
En su larga vida política, que comenzó en las cárceles de Franco, hizo cuatro cosas lo bastante importantes para ennoblecer su balance. Fue decisivo en el pacto de Suresnes que aupó al liderazgo a González; promovió las relaciones diplomáticas con Israel; dirigió la estrategia de dispersión de presos etarras y recurrió al Constitucional, como Defensor del Pueblo, la temeraria deriva estatutaria catalana. Felipe tardó siete años en hacerlo ministro, quizá porque al llegar al poder aún pesaba el recuerdo de aquella oscura entrevista con el general Armada. En los tres años que ocupó la cartera de Justicia se esforzó en desmontar la estructura carcelaria de la banda criminal vasca. El precio fue sufrir el derramamiento de sangre amiga y hermana, pero siempre entendió que la resistencia al holocausto terrorista era un elemento crucial de la cohesión democrática. Ese concepto le aproximó a Aznar -sin abandonar su militancia- en el común empeño de amparar a las víctimas, de darle sentido a su sufrimiento y de aislar al brazo político de los pistoleros. Había asistido a demasiados entierros para aceptar los relatos equidistantes, el cuento buenista del «nuevo tiempo» y similares tentativas de blanqueo. Por eso le asqueaba el desistimiento de sus compañeros, que consideraba sin tapujos una traición a la memoria y al sacrificio de sus propios muertos.
Los Múgica, Enrique y Fernando, formaron parte de la generación que convirtió al PSOE en una fuerza socialdemócrata moderada y con sentido de Estado tras romper con la tradición legitimista del exilio republicano. Un honorable legado que Sánchez, siguiendo la estela zapaterista, malversa recorriendo el camino contrario, el del frentismo sectario y la quiebra del consenso constitucional monárquico. González, Guerra y otros veteranos no dejan de preguntarse qué queda del partido que refundaron.