Ignacio Camacho-ABC
- Sánchez es inmune a la hemeroteca. Vive en un presentismo perpetuo que lo desvincula de cualquier regla ética previa
La única palabra que Pedro Sánchez no ha incumplido es una que nunca dio pero que constituye el verdadero eje -si es que tiene alguno- de su estrategia: la de no pactar con la derecha. Sin embargo la constatación de sus falsas promesas todavía constituye un ejercicio recurrente en las redes sociales y en la prensa, donde muchos españoles se empeñan, o nos empeñamos, en considerar un escándalo su flagrante incongruencia sin comprender que estamos ante una clase de político inédita: un hombre para el que no existe el ayer y por tanto no es capaz de reconocer ninguna pauta de conducta previa, propia o ajena, porque se ha autodeconstruido moralmente hasta carecer de cualquier referencia ideológica o ética. «Su
persona», expresión delatora, es el alfa y la omega, y por consiguiente el cinismo -la «desvergüenza en el mentir» según la Academia- pierde sentido de culpa para incorporarse a su naturaleza. Al abolir el pasado, incluido el suyo, se ha instalado en una suerte de actualidad narcisista perpetua que lo desvincula de cualquier regla basada en el concepto de la preexistencia. Ese presentismo unívoco lo vuelve inmune a las hemerotecas; vive el instante y sus compromisos sólo incumben, como decía Mitterrand -un cínico de majestuoso talento-, a quienes se los crean. Pero además, ha comprobado que su ausencia de credibilidad, convertida en costumbre, lejos de pasarle factura le genera anticuerpos de supervivencia. Lo más asombroso es que la mayoría de los que se le acercan sigan sin percatarse de que no tiene reparo en traicionar a cualquiera. Hasta ahora sólo le ha cogido la medida Pablo Iglesias, otro pragmático desprejuiciado hecho de su misma materia.
En esa clave se explica la timba que montó el miércoles en el Parlamento, engañando a la vez al PNV, a Ciudadanos, a Bildu y a los ministros de su propio Gobierno. Es probable que a sus asesores les haya parecido incluso un golpe maestro, una partida simultánea en varios tableros donde todos los rivales salieron satisfechos sin reparar hasta que se hizo tarde en que eran víctimas del mismo juego: el de servir de comparsas del ego gigantesco de un dirigente al que sólo le importa la necesidad utilitaria del momento. La reforma laboral o la prórroga de la alarma eran lo de menos: lo único que contaba era salir del enésimo aprieto montando una comedia de enredos. Y luego siempre está la disciplinada Adriana Lastra para colgarle el muerto de firmar un papel, como si ello fuera posible, por su cuenta y riesgo; ya habrá ocasión para satisfacer a Podemos, aunque su líder no acostumbra a conformarse con arrumacos y caramelos. Ayer se fue y mañana no ha llegado, decía Quevedo. Cada día en el poder es un milagro, una experiencia de vértigo, y es menester apurar el tiempo.
Y quedará alguna conciencia cándida, algún espíritu ingenuo que se pregunte qué puede salir mal de todo esto.