TONIA ETXARRI-EL CORREO

Los fanáticos no tienen prisa. Aguardan el tiempo que haga falta para cumplir sus objetivos. Desde que el ayatolá Jomeini divulgó su ‘fatwa’ condenando a muerte al escritor Salman Rushdie, autor de ‘Los versos satánicos’, han transcurrido 33 años. Desde entonces el escritor perseguido ha sido objeto de varios atentados fallidos, hasta que, incomprensiblemente, el joven Matar pudo lanzarse a degüello contra él en presencia de centenares de asistentes en una conferencia de Nueva York. El atentado ha vuelto a dejar en evidencia la vulnerabilidad de los valores que rigen a Occidente frente al empeño del fundamentalismo criminal persistente de los enemigos de la libertad. No se entiende que en EEUU se hubiera bajado tanto la guardia en torno al escritor perseguido por los islamistas radicales como para que Salman Rushdie hubiera acudido a ese acto público sin protección alguna. La indiferencia o complacencia con la difusión y adoctrinamiento de los mensajes más radicales del yihadismo son el germen de las actuaciones colectivas, como las de Cataluña hace ahora cinco años, o individuales como el ataque contra el escritor anglobritánico. En el adoctrinamiento está el nido del mal, el huevo de la serpiente.

El ‘pecado’ que ha perseguido durante tantos años al escritor fue haber hecho parodia de varias figuras veneradas del islam y de Mahoma. La condena a muerte decretada por el ayatolá dio rienda suelta a multitud de manifestaciones de odio y venganza que se llevaron por delante, entre otros, a su traductor japonés, que resultó asesinado. Y en muchos sectores del mundo editorial y político se extendió el miedo como una mancha de aceite. Hubo quienes terminaron por acusar al escritor de haber provocado su propia situación infernal. Una actitud que nos recuerda la de los años de plomo de ETA, cuando mucha gente justificaba el terror que pretendía imponer la banda contra ciudadanos que no les seguían en su plan de ‘apartheid’ ideológico. Años más tarde, los humoristas del semanario satírico ‘Charlie Hebdo’ se atrevieron a publicar una caricatura de Mahoma en su portada y doce empleados lo pagaron con su vida.

Los procesos de radicalización y práctica del odio al que piensa diferente han adoptado muchas caras. En el País Vasco seguimos viendo, once años después del cese del terrorismo de ETA, escenas de radicales violentos despreciando a las víctimas, exaltando a los terroristas que aún están en prisión y acosando a ciudadanos que no piensan como ellos. Ya sabemos que el miedo atenaza y paraliza a los políticos que no son capaces de ser exigentes con quienes practican la intolerancia y el odio.

La izquierda populista europea se ha mostrado indiferente en muchas ocasiones a las críticas al islamismo radical tachándolas de islamófobas. Entre el miedo y el relativismo, amén de intereses electorales en determinadas periferias urbanas, anda el macabro juego. Al presidente Macron le han acusado de «represivo» por ser partidario de expulsar a imanes radicales. En Cataluña, en Reus sin ir más lejos, el imán Mohamed Saïd está acusado de ser una amenaza para la seguridad nacional por sus proclamas yihadistas pero en el Ayuntamiento, el PSC, junto a ERC y Junts, se han mostrado partidarios de frenar su expulsión.

En algunos medios de nuestro país, muchas crónicas encabezaron la noticia del apuñalamiento de Salman Rushdie diciendo que «se desconoce» los motivos de la agresión. Si para amansar a las fieras tenemos que amordazar nuestra libre expresión, vamos camino de una peligrosa sumisión.