AITOR IBARROLA-ARMENDÁRIZ-EL CORREO

  • La inoperancia de Biden en el impulso de una agenda progresista no es ajena a un sistema de controles y contrapesos que apunta en direcciones opuestas

Para muchos europeos resulta difícil entender que, tras su victoria en las urnas a finales de 2020, el Partido Demócrata estadounidense no haya sido capaz de impulsar algunos de los cambios propuestos en su programa. No solo no ha podido promover iniciativas en asuntos tan acuciantes como la venta de armas y la censurable labor policial -ambos, tristemente evidenciados el pasado mes de mayo durante la masacre de Uvalde, Texas-, sino que su respuesta ha sido más bien tibia ante decisiones judiciales que amenazan de forma seria derechos tan básicos como el acceso y recuento de votos o los derechos reproductivos de las mujeres. A la hora de explicar la frustrante impotencia de la Administración Biden, los analistas políticos se dividen en dos grupos diferentes: aquellos que achacan la ineficacia sobre todo al Ejecutivo actual, ofreciendo distintas razones para esa alarmante inoperancia, y aquellos otros que se refieren a problemas de carácter más sistémico y que, por lo tanto, perciben a la actual Administración como una especie de víctima de un entramado de grupos de presión sobre los que carecen de control.

Dejando de lado las descalificaciones genéricas de sus rivales políticos sobre la avanzada edad del presidente o su falta de liderazgo, los analistas del primer grupo señalan al menos tres razones que lastran significativamente el poder de decisión del Ejecutivo demócrata. Por un lado, como Edward Luce afirmaba el pasado noviembre en un artículo publicado en ‘The Financial Times’, uno de los graves problemas del Partido Demócrata es su «tendencia a pensar en el pueblo americano como distintas franjas sociales». Esto es, en vez de dirigir sus mensajes al americano medio, piensa en sus votantes como pertenecientes a diversos grupos (personas de color, mujeres de clase media, hombres con estudios, minorías sexuales, etc.), lo cual complica seriamente la defensa de unos valores determinados. Andrew Young, antiguo congresista demócrata, ha mostrado su preocupación por esta visión «compartimentalizada» de la ciudadanía y la política.

Para otros analistas, la mayor debilidad de los demócratas es su excesivo buenismo y su priorización de la distensión frente a la polarización, incluso en casos -como algunos de los protagonizados por Donald Trump- en los que la razón está evidentemente de su lado. Para Benjamin Cain, a los demócratas se les olvida a menudo que la política es lo más parecido a un campo de batalla en el que si no aprovechas los errores de tu adversario estás condenado al fracaso (ver su artículo ‘Las profundidades de la ineptitud demócrata’ en ‘Dialogue and Discourse’, 08/12/2021).

Quizás sea la tercera razón esgrimida para explicar la ineficacia supina de los demócratas la que nos resulte más familiar a los europeos, ya que tiene que ver con el «cortoplacismo» de miras que las constantes convocatorias electorales generan. Ante la posibilidad de perder el apoyo de importantes grupos poblacionales y de presión, es habitual que los progresistas tiendan hacia posicionamientos más moderados y liberales, incluso a costa de ignorar elementos fundamentales de su ideología.

El cortoplacismo de miras modera a los demócratas a costa de ignorar elementos fundamentales de su ideología

Si a estos argumentos, relativos a las dificultades del Partido Demócrata para establecer un discurso y unas formas de actuación consistentes, unimos las deficiencias propias del sistema de gobierno norteamericano, la mencionada falta de eficacia resulta más comprensible. Aunque el sistema de controles y contrapesos de poder (‘check and balances’, en inglés) fue concebido para que las ramas ejecutiva, legislativa y judicial del gobierno mantuvieran un cierto equilibrio y para prevenir cualquier tipo de autoritarismo, lo cierto es que, cuando estas apuntan de manera reiterada en direcciones opuestas, los resultados pueden ser desalentadores.

Uno de los términos más utilizados en los medios de prensa estadounidenses este último año ha sido el del ‘filibuster’ (u obstruccionismo) republicano a cualquier tipo de medidas propuestas desde el Gobierno de la nación. Este tipo de bloqueos ha sido una constante tanto en el Senado -dividido casi exactamente en 50/50-, como desde distintas instancias judiciales -incluyendo el Tribunal Supremo-, que se han dedicado a rechazar propuestas y tomar decisiones que tiraban por tierra muchas de las iniciativas progresistas de los demócratas. La reciente decisión de revocar la sentencia de Roe vs. Wade sobre el derecho al aborto es un claro ejemplo de estas dinámicas perniciosas.

Con las elecciones de medio mandato a la vuelta de la esquina, el próximo mes de noviembre, el panorama para Joe Biden y sus acólitos no parece muy esperanzador. No solo están bajo mínimos sus índices de popularidad y aprobación, sino que el histórico de estas elecciones intermedias demuestra que el partido en el poder tiene todas las de perder, salvo en muy contadas excepciones.

Mark Danner explica en un artículo publicado en julio en ‘The New York Review’ que la última bala que les queda en la recámara a los demócratas es conseguir convencer al electorado de que lo que está en juego en noviembre «es la propia supervivencia de la democracia en su país». Para este analista, el asalto al Capitolio en enero de 2021, el constante cuestionamiento del sistema electoral y los recortes en derechos como el de abortar son clara evidencia de ese peligro.