Ignacio Camacho-ABC
- La izquierda sólo exige esfuerzo en los impuestos. Lo que no deja de ser otra forma de penalizar el éxito
El socialismo iguala a la gente por abajo -véase la «ley Celaá», artefacto ideológico consagrado a la abolición del mérito- menos cuando se trata de impuestos. En materia de presión tributaria, es decir, a la hora de quedarse con el dinero ajeno, la izquierda siempre encuentra un pretexto para elevar el rasero; es el único ámbito en el que exige cada vez más esfuerzo, lo que no deja de ser una forma de penalizar el éxito. Por eso lo que molesta de Madrid es el ejemplo que cuestiona la uniformidad del método y demuestra que se puede recaudar más cobrando menos, por la misma razón que muchos negocios aumentan sus ventas cuando bajan los precios. Sólo desde una mentalidad tan
mostrenca como la de nuestro sedicente progresismo se puede llamar paraíso fiscal a eso; no alcanza siquiera la categoría de purgatorio sino de un leve, somero alivio del infierno en que se consume el contribuyente medio.
Para castigar la insolencia de una comunidad que desafía el paradigma general de intimidación exactiva, el Gobierno se ha apoyado en un nacionalismo catalán tan carcomido por la celotipia que es incapaz de aceptar que otros saquen mejor partido del principio de autonomía. Los que reclaman privilegios exigen ahora una «armonización» colectiva para camuflar el fracaso de su calamitosa política. La armonía es un concepto autoritario en el neolenguaje izquierdista; significa imponer un patrón que prohíba cualquier pauta alternativa, impedir que quede al descubierto el cartón de la igualdad ficticia. La vieja xenofobia separatista no puede ocultar su sustrato de resentimiento y de envidia. Y ha encontrado el cómplice idóneo en un Sánchez escocido de ánimo revanchista tras el fiasco de su reciente campaña contra la estrategia anti-Covid de las autoridades capitalinas.
Porque la cuestión de fondo es la inesperada resistencia de Ayuso frente a una ofensiva planificada con graves errores de cálculo, pese a que el Gobierno embistió con su aparato mediático, un decreto de alarma «ad hoc» y todos los recursos que tenía a mano. Fracasado el asalto, lo quiere reemprender por el flanco tributario. Tampoco saldrá bien; sólo va a conseguir incrementar entre los ciudadanos madrileños el resquemor del agravio, máxime si la pretendida nivelación deja fuera -eso ni tocarlo- el cuestionable concierto vasco-navarro. El sanchismo tolera mal la existencia de un bastión liberal en el corazón mismo del Estado y lo intenta combatir a trompazos. Pero en esa arremetida a ciegas ha buscado los socios menos adecuados, los que despiertan la animadversión general por sus insolidarios reclamos. Le guste o no, tendrá que asomarse al espejo de un proyecto antagónico que estimula el crecimiento, dinamiza la inversión y crea empleo. Sus guionistas o su ofuscación cesárea lo están confundiendo: los independentistas insurrectos son la peor compañía posible para doblegar ese modelo.