ARCADI ESPADA-EL MUNDO
Mi liberada:
La generación de la Transición aprendió pronto que el indulto borraba la pena y la amnistía borraba el delito: o, con mayor precisión, que lo daba por no producido. Fue así como la Ley de Amnistía de 1977 vino a decir que los delitos políticos cometidos por y bajo el franquismo no habían sucedido; que antes que por la acción de los criminales fueron consecuencia de una fuerza mayor: la del propio franquismo. Cualquier amnistía supone un esfuerzo de irresponsabilización del hombre en perjuicio de las circunstancias. Un acuerdo menos basado en los hechos que en las creencias. Y una dramática y profunda voluntad de olvido. La amnistía de la Transición irresponsabilizó por igual a verdugos franquistas como a verdugos comunistas. De modo indirecto vino a conceder que también los primeros habían sido criminales. Pero su principal virtud democrática –aun a costa de eludir las responsabilidades personales– fue la de conceder que el franquismo había sido un régimen ilegítimo y que él era el autor significativo de los crímenes.
Los presos nacionalistas exigen hoy que el Tribunal Supremo sentencie que su actividad durante el Proceso fue legal y, en consecuencia, los absuelva de cualquier delito. En el caso de que no se atiendan sus exigencias y el Supremo los condene seguirán sosteniendo su inocencia y la responsabilidad derivada de un falsa democracia que no fue capaz de responder positivamente a sus legítimas reclamaciones políticas. Pero es improbable que el Estado español comparta sus puntos de vista: la amnistía a los presos nacionalistas supondría automáticamente la culpabilización de la democracia española al igual que la amnistía de 1977 culpabilizó al franquismo. De modo que la única vía de salida rápida de la cárcel es el indulto. Es decir, la confirmación del delito mediante la suspensión de la pena.
Todo indica que el actual Gobierno –u otro similar que pudiera surgir de las próximas elecciones– está dispuesto a conceder el indulto a los presos nacionalistas. El propio presidente Sánchez no negó esta posibilidad la semana pasada en sede parlamentaria, a pesar de la insistencia de Albert Rivera en que lo hiciera. La situación política es muy incierta. Igualmente lo es la fecha de la sentencia, aunque parece razonable suponer que llegará al final del próximo verano. Es difícil encajar en el calendario la decisión del Gobierno sobre el indulto. ¿Cabe pensar que Sánchez se presente a las elecciones con un indulto concedido? ¿Que pospondría su decisión hasta ver si revalida su cargo? ¿O que exhibiría, incluso, esa posibilidad en su programa electoral, presentándose ante los españoles como Pedro el Pacificador? Más allá de cualquier especulación, y con independencia de que se haya concedido o esté pendiente, el indulto será un asunto electoral importante.
No hay nada que impida al Gobierno concederlo. Los condenados pueden solicitarlo tantas veces como quieran y al Gobierno no le ata ningún plazo para su concesión, de modo que puede especular con ella a favor de sus intereses políticos. Es absolutamente probable que los presos nacionalistas lo pidan. La primera petición partirá seguramente de sus propios abogados: solicitarán al Tribunal que en caso de condena recomiende el indulto al Gobierno. La única condición formal es que los condenados muestren arrepentimiento por sus actos y excluyan la posibilidad de repetirlos. Algo no demasiado distinto de lo que ya expusieron ante el propio instructor Pablo Llarena. El arrepentimiento, conviene recordarlo, alude a los hechos y no a las ideas. A la acción ilegal y no a un imposible pensamiento delictivo. Su voluntad independentista sobreviviría, pero su estrategia ilegal (unilateral la llaman para hacerse el eufemista) no.
El problema del Gobierno es que este arrepentimiento y el consiguiente propósito de enmienda son insuficientes.
La aplicación de medidas de gracia a los condenados por rebelión y sedición tiene por objeto la paz civil. La ley española que regula los indultos tiene su origen en un texto del 18 de junio de 1870, hijo de la Revolución de 1868 y aprobado poco antes del inicio de la última guerra carlista, cuya exposición de motivos se muestra especialmente comprensiva para la aplicación del indulto a la secesión y rebelión en aras de «las altas consideraciones de gobierno» o de la «conveniencia social». Y donde sobresale este párrafo: «Tampoco está en armonía con nuestros hábitos el rigor absoluto de la ley con muchos de los que, más por un extravío de su razón que por la perversidad de corazón, alteran el orden público o se alzan en armas contra los poderes del Estado». La distinción entre el extravío y la perversidad es la que utiliza la socialdemocracia imperante para rebajar la gravedad de los delitos nacionalistas –en realidad, un nuevo alzamiento carlista– y para justificar el perdón. Pero ni aún así puede soslayarse la necesidad última del Gobierno y del Estado. No solo son los actores del Proceso los individualmente convocados al arrepentimiento y a la enmienda. Es el Proceso en sí. Es el catalanismo político el que debe solicitar las medidas de gracia. Solo así el Gobierno de Pedro Sánchez podría aspirar a la gracia del sentido.
Respecto a la otra gran crisis nacionalista de la democracia española, provocada por la mano armada de los terroristas de ETA, la del Proceso ofrece una diferencia sustancial. Y es que ha sido todo el nacionalismo catalán el que se ha situado al margen de la ley. Con mayor o menor hipocresía, con el árbol más vigoroso o las nueces más frescas, el nacionalismo vasco siempre podrá argumentar que solo una pequeña fracción de su cuerpo decidió actuar fuera de la ley. Pero en Cataluña no hay nacionalismo legal. El indulto no puede limitarse a una fracción de hombres extraviados, sino que es todo un movimiento político el que debe renunciar a la vía ilegal a la independencia. Nadie piense, por cierto, que las masas son un problema. A partir del 1 de octubre y del primer golpe de porra, los dos millones de nacionalistas revolucionarios dejaron colgando de la brocha a sus élites, como es naturalísimo. No en vano un día de 1945 millones de alemanes vivos –la gran ventaja de los muertos es que se mantuvieron fieles– se acostaron nazis y se levantaron socialdemócratas. ¡El auténtico milagro alemán!
Como se sabe, el indulto requiere petición. Es el catalanismo político el que debe redactarla, de puño y letra de cualquier hombre que asuma el rol de héroe de la retirada. Contrariamente a lo que se divulga es el práctico y resbaladizo Puigdemont y no el granítico clérigo Junqueras el que está en mejores condiciones de asumirlo.
Pero tú sigue ciega tu camino.