FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

Cumpliendo las diez de últimas que le dictaron sus socios independentistas y podemitas, Pedro Sánchez ha recurrido al «puñal del godo», en la peor tradición de traidores a la causa de España, para acuchillar al Estado de derecho y hacer dejación extrema de sus deberes como presidente del Gobierno. Al final, es lo de siempre: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». Como el felón de Fernando VII al jurar la Constitución de Cádiz en marzo de 1820 y, después de ser tenido por El Deseado, renegar desde ese día contra la Carta Magna. Eso es cabalmente lo que ha hecho un presidente que a su cuestionable legitimidad de origen suma su cada vez más palpable ilegitimidad de ejercicio.

Contraviniendo todas sus promesas, el doctor Sánchez, ¿supongo? no sólo valida el golpe de Estado de los insurgentes en Cataluña, sino que posibilita que estos asalten la nave del Estado y arrebaten el timón a un presidente encantado de haberse conocido. No es extraño, disfrutando de las bicocas y prebendas de ese Estado al que socava con estúpida irresponsabilidad.

Lo peor del caso es que, después de humillarse y humillar al Estado para recabar el apoyo de los independentistas a los Presupuestos, estos lo han dejado en ridículo. Si él lo consiente, allá él y su conciencia, pero los españoles no debieran transigir con tamaña falta de respeto a sus instituciones.

En vísperas del Día de Difuntos, por mor de su atrabiliaria conducta, Sánchez ha hecho verdad lo escrito por Larra en su célebre artículo de 1836 sobre esta elegíaca efemérides: «Aquí yace media España; murió de la otra media». Tratando de sepultar el Régimen del 78, formalizó su claudicación ante los independentistas al cumplimentar una de las exigencias que estos verbalizaron la mañana del viernes 19 de octubre. Fue horas antes de que su también socio, Pablo Iglesias, visitara en prisión a uno de los dos cabecillas del golpe, Oriol Junqueras, para rendirle pleitesía e implorarle su apoyo al proyecto de presupuesto en común del Gobierno y de Podemos. Pere Aragonès, mano derecha de Junqueras en el golpe y actual vicepresidente de la Generalitat con Quim Torra, reclamó a Sánchez que, por medio de la Abogacía del Estado, el Gobierno reorientara la causa del 1-O.

Dicho y hecho. Haciendo mangas y capirotes con el trabajo desarrollado hasta ahora por los Servicios Jurídicos del Estado, el Gobierno ha coaccionado a estos a retirar su calificación provisional de rebelión y marca así el camino a la Fiscalía para cuando llegue la hora de fijar sus peticiones en firme. Sánchez retoma así la discrecional doctrina que el otrora Fiscal General del Estado y hoy magistrado del Tribunal Constitucional, Cándido Conde-Pumpido, puso a disposición de Zapatero en sus tejemanejes con el terrorismo etarra: «El vuelo de las togas de los fiscales no eludirá el contacto con el polvo del camino», dado que el ministerio público no puede ser ajeno a la realidad social, «sino profundamente comprometida en su transformación». Parecida argumentación esgrimió el viernes la ministra de Justicia, la fiscal Delgado, para explicar el volantazo de la Abogacía.

Sánchez atropella así la independencia judicial española y la pone en solfa en el ámbito internacional al municionar los requerimientos independentistas de cara a su recurso en Estrasburgo. A este paso, como en la sátira de Horacio, «Solventur risu tabulae, tu missus abibis», esto es, la causa acabará en risas y quedarán libres de cargos. Nunca tan pocos hicieron tanto daño al Estado de Derecho.

Conviene insistir en que, al margen de la mayor pena, la rebelión entraña una transgresión contra el orden constitucional –esto es, un golpe de Estado–, mientras la sedición supone un quebrantamiento del orden público. Todo ello después de que Sánchez manifestara que era clarísimo el delito de rebelión. Claro que las opiniones del doctor Jekyll para llegar a La Moncloa no comprometen al mister Hyde apoltronado en el Palacio (Carmen Calvo dixit).

Ante esa deserción del Gobierno, cabe preguntarse qué espectáculo aguarda cuando el separatismo, con su dominio de las artes escénicas, convierta el juicio en un proceso a la democracia española como en su día los alzados del 23-F.

No es para menos cuando, además, anuncia por adelantado el indulto a los golpistas en pago a que estos le hicieran presidente mediante una moción de censura que supone un cambio de régimen en España. Por eso, fue incapaz de responder a la interpelación directa que le hizo en este sentido el líder de Ciudadanos, Albert Rivera. No era cosa que le creciera aún más la nariz de Pinocho. Todo en él se revela fraudulento como su tesis doctoral. Ya lo advierte el adagio latino: «Falsum in uno, falsum in omnibus» («Quien falsea un punto, los falsea todos»).

Habiendo rebasado ampliamente las rayas rojas que prometió no saltarse, empero, casi todos en su partido callan como muertos. No hacen siquiera un mohín de protesta ante los desatinos de un presidente al que los españoles le dispensaron los peores resultados de la historia reciente del PSOE. ¿Qué ha sido de tanto barón y baronesa socialistas sino verduras de las eras? Aún en los momentos más dramáticos del PSOE, siempre se alzaron voces críticas cuando la situación de emergencia lo requería. Ahora sólo se escucha un ensordecedor y clamoroso silencio.

En una tesitura similar como fue la asonada del 23 de febrero de 1981, un Gobierno tan débil, pero firme en sus convicciones, como el de Leopoldo Calvo Sotelo, supo estar a la altura de aquella dramática encrucijada logrando las máximas penas contra sus promotores, sin ningún posterior indulto. Amén de ello, conjurada la asonada mediante la histórica comparecencia televisiva del Rey Don Juan Carlos en la que éste se ganó el Trono, aquel Ejecutivo capeó la campaña de desprestigio que se maquinó contra el Monarca desde ámbitos proclives al golpe. Como anota Calvo Sotelo en su Memoria viva de la Transición, al igual que los hombres de Nehemías, el artífice de la reconstrucción de las murallas de Jerusalén, «con una mano levantábamos los muros y con la otra sosteníamos la espada».

Contrariamente a su padre, en su particular 23-F que fue el 1-O separatista y que tuvo su plasmación en su memorable alocución televisiva del 3 de octubre, Felipe VI vive a cuerpo gentil la campaña de hostilidad y hostigamiento secesionista, mientras el Ejecutivo avala la despenalización de las injurias al Jefe del Estado.

A diferencia de su antepasado Felipe IV que acometió la conquista de Breda con el mejor estratega de la época, el genovés Ambrosio de Spinola, y consiguió hacer capitular a Justino de Nassau, de la casa de Orange, Felipe VI debe confiarse a un presidente tributario de quienes quieren romper España y a los que entrega las llaves, poniendo del revés el óleo velazqueño de Las lanzas. Como antaño los visigodos lo fueron de los caudillos moros merced a la traición del Conde Don Julián, luego reivindicado por Juan Goytisolo, tras franquearles el paso del Estrecho de Gibraltar en venganza, según la leyenda, al ultraje de Don Rodrigo a su hija.

Que nadie dude de que, una vez repuestos los golpistas, como acaeció con Companys en la II República, ellos seguirán a lo suyo con mayor fuerza y más crecidos. Por eso, en un instante tan oscuro, tiene sentido parafrasear las palabras de Churchill a Lord Halifax cuando éste le instó a negociar con Hitler y a abandonar su fantasía de luchar hasta el final: cuándo aprenderemos la lección, cuántos independentistas deberán ser cortejados, apaciguados, colmados de inmensos privilegios antes de que se aprenda la dolorosa lección de que «no se puede razonar con un tigre cuando tienes la cabeza en su boca».