IGNACIO VARELA-EL CONFIDENCIAL

Desgraciadamente, Cataluña solo es nuestra calamitosa versión doméstica de los estragos que la marea del chapapote nacionalpopulista está produciendo en el mundo entero

Se empieza proclamando que la democracia está por encima de la ley y se termina pisoteando ambas cosas, la ley y la democracia. Desgraciadamente, Cataluña no es sino nuestra calamitosa versión doméstica de los estragos que la marea del chapapote nacionalpopulista está produciendo en el mundo entero.

La institucionalidad democrática de Cataluña ha sido demolida por quienes más debían cuidarla. La sediciosa Forcadell se cargó el Parlament en las jornadas negras de septiembre de 2017. Lo que sucede en ese recinto desde entonces es más propio de una conjura facciosa que de una Cámara legislativa.

Puigdemont y Junqueras transformaron el Gobierno de Cataluña en junta revolucionaria bananera. Más que como presidente de los catalanes, Torra actúa como caporal de un piquete subversivo —o, como dirían en Argentina, de una patota de ‘barras bravas’—.

El Estatut pasó a la historia y se pulverizó el principio de legalidad. El Gobierno catalán hace alardes de gamberrismo, jalea a la turba y la lanza contra su propia policía. Barcelona la guapa, la joya del Mediterráneo, es hoy el lugar más inhóspito e inseguro de Europa occidental. En la sede de los mejores Juegos Olímpicos de la historia, ni siquiera un partido de fútbol puede ya jugarse en paz.

En cuanto a la oposición, Ciudadanos fracasó en el ejercicio de su liderazgo (Juana de Arco no puede huir impunemente del campo de batalla), el PP está desaparecido del escenario catalán y el PSC juega con cartas marcadas en todas las barajas, poniendo cada día una vela a dios y otra al diablo. La Cataluña constitucional está huérfana de padre y madre, y se siente desolada.

La Barcelona que estos días aparece en las pantallas del mundo recuerda más a Beirut que a una capital europea. Se ha hecho presente un sórdido sucedáneo de la ‘kale borroka’, con forma de guerrilla urbana, patroneado desde el poder. Los encapuchados han tomado las calles, y resulta que el ‘president’ es uno de ellos. Nadie lo dice, pero se presiente una tragedia a la vuelta de la esquina. Si el ‘procés’ en su apogeo fue un esperpento, sus coletazos son el infierno.

Los inversores huyen de Cataluña, los ciudadanos se vigilan y se detestan entre sí, los partidos políticos se desintegran y dejan su lugar a plataformas mafiosas o escuadrones de la porra como los siniestros CDR. La sociedad catalana está fanatizada, desquiciada… y extenuada.

Esto es lo que el glorioso ‘procès’ ha traído a Cataluña: un territorio sin ley, un cisma social irreversible, un gravísimo deterioro económico y la más completa degradación institucional. Además de una colección de dirigentes políticos condenados por la Justicia y otros dados a la fuga. Objetivamente, Cataluña está hoy más cerca de perder la autonomía que de alcanzar la independencia.

El Tribunal Supremo dice que todo lo sucedido en el otoño del 17 fue un simulacro. No se lo pareció así al jefe del Estado, ni al Tribunal Constitucional, ni a los empresarios catalanes, ni al Gobierno de España ni al Senado. Tampoco a la Justicia, que ha mantenido a los procesados dos años en prisión preventiva por si querían repetir el simulacro.

Eso es lo que ayer, siguiendo órdenes de Waterloo, propuso el orate Torra para espanto de sus escarmentados socios (incluyendo la CUP, que a su lado hasta parece gente sensata). Es cierto que el ‘procés’ es una estafa de principio a fin, pero convengamos en que se trata de la estafa más dañina y peligrosa del último medio siglo en España.

Este grotesco presidente de la Generalitat se ha convertido en un veneno político para los propios independentistas, que no saben cómo librarse de él y de su amo. Cada cosa que dice y hace es una cornada para el crédito de su causa. Que Sánchez y él estuvieran dispuestos a aceptarse como interlocutores válidos en una negociación política lo dice todo sobre ambos.

Torra es hoy, objetivamente, el primer agente del desorden y la violencia en Cataluña, y no hay ningún motivo para suponer que quiera o pueda hacer frente a los disturbios que él mismo ha provocado. Pablo Casado tiene razón cuando señala que cada minuto que permanece en la cadena de mando de 17.000 policías armados representa una amenaza para la seguridad pública. En este clima explosivo, el Gobierno y las fuerzas políticas responsables deben encontrar una vía para apartar al pirómano y su mecha encendida del barril de gasolina.

Con todo, la mayor fatalidad es que esta coyuntura se haya hecho coincidir con unas elecciones absurdas que todo lo contaminan. Con la presencia en la Moncloa de un aventurero que especula con la ventaja electoral que la gestión del conflicto pueda reportarle, y acompasa cada movimiento a ese cálculo temerario. Con la clase política más mezquina que ha padecido España desde la muerte del dictador (cuyos restos pasean como trofeo y mercancía quienes no tuvieron que luchar contra él). Con el hastío infinito de un país que se prepara para una crisis económica sin haberse recuperado de la anterior, y que no espera nada bueno de sus gobernantes actuales o venideros. Con una izquierda que ha aceptado el chantaje ideológico del nacionalismo y una derecha miope, incapaz de salir de la consigna patriotera y asustada por la emergencia de los ultras.

Se hacen todo tipo de conjeturas sobre quién y cuánto se aprovechará electoralmente de la crisis de la sentencia. Incluso hay quienes han construido toda su estrategia para cabalgar sobre ella, con grave riesgo de romperse la crisma en la galopada. Pero ya pueden adivinarse dos beneficiarios seguros. En Cataluña, la CUP. En el resto de España, Vox.

Ignoro si el dilema histórico de Cataluña en España tiene o no esa ‘solución política’ que tanto se pregona sin explicar jamás en qué consistiría; pero sé que, si tal solución existiera, todo lo que está pasando la lleva más allá del horizonte vital de mi generación —y, probablemente, de algunas más—.

Y esta vez ni siquiera tenemos a alguien remotamente parecido a un Azaña y un Ortega para que discutan sobre ello.