AMAYA FERNANDEZ-EL CORREO

El nacionalismo vasco utiliza las instituciones para alimentar la radicalidad de quienes creen que las leyes son poco menos que un estado de ánimo

La sentencia del ‘procés’, que ha condenado a políticos independentistas por vulnerar la ley de forma sistemática para llevar a cabo su proyecto de ruptura, no sólo ha generado una respuesta pública en Cataluña. También en Euskadi, donde ha quedado de manifiesto quién es quién en un tablero político cada vez más radicalizado en virtud del posicionamiento condescendiente con la ilegalidad que ha adoptado el partido que junto con el PSE gobierna en el País Vasco, el PNV.

El fallo del Tribunal Supremo deja bien claro que los procesados movilizaron a la ciudadanía «en un alzamiento público y tumultuario» para impedir la aplicación de las leyes y obstaculizar el cumplimiento de las decisiones judiciales. También, como todo el mundo intuía, que los acusados eran conscientes «de la manifiesta inviabilidad jurídica de un referéndum de autodeterminación», y que pese a ello se lo propusieron a los ciudadanos como «señuelo para una movilización que nunca desembocaría en la creación de un Estado soberano».

Conocida la resolución de los magistrados, llegó el pronunciamiento público del nacionalismo vasco, que lejos de optar por el lógico respeto a la independencia judicial cargó, primero por boca del lehendakari, Iñigo Urkullu, contra lo que calificó como una sentencia «nefasta», «un despropósito». Urkullu mostró su «cercanía» con los condenados, y de forma contradictoria abogó en la misma intervención por rechazar la aplicación de las leyes que todos nos hemos dado con el fin de asegurar la «convivencia». Por su parte, el presidente del PNV, Andoni Ortuzar habló de «gravísima decisión». «Dibuja una España en blanco y negro», subrayó.

Lo inaudito no es que el independentismo catalán haya intentado imponer su voluntad y romper con el resto de España vulnerando la ley. Tampoco que después de esa vulneración sistemática de las leyes haya habido un juicio y una condena. Lo realmente sorprendente es que el PNV se presente como un partido moderado y al mismo tiempo demande sin remilgos un sistema sin separación de poderes en el que la Justicia supedite el principio de legalidad -sin ley no hay democracia- a una suerte de principio democrático instalado al margen del Estado de Derecho. La postura pública que de forma irresponsable y hasta sonrojante ha adoptado el PNV evidencia que está cada vez más alejado del Estado de Derecho y de la necesaria mesura y compromiso que se le exige a cualquier fuerza política que aspire a proteger la estabilidad y la convivencia.

Este modo de proceder no es nuevo. Suena y mucho al modo y a la forma con la que el jeltzale Joseba Egibar criticó el arresto en 2016 del jefe de ETA Mikel Irastoza, que el PNV enmarcó en un «obstáculo para la paz». Pidió a la Justicia que en lugar de hacer su trabajo atendiese las supuestas demandas de las instituciones vascas, que, a su juicio, primaban por encima del principio de legalidad. Algo similar hizo el portavoz del Gobierno vasco, Josu Erkoreka (PNV), en 2014 cuando se detuvo a los abogados de ETA que recientemente reconocieron en sede judicial actuar a las órdenes de la organización terrorista y fueron condenados por ello. Según Erkoreka, aquellos arrestos fueron «un paso atrás» carente de «altura de miras».

El nacionalismo vasco se ha hecho amigo de la ilegalidad y utiliza las instituciones de todos para alimentar la radicalidad de quienes creen que las leyes son poco menos que un estado de ánimo o una nebulosa que puede disiparse con presión política. El peligro de los discurso conniventes con los condenados promovido por el Gobierno vasco de PNV y PSE primero y por el PNV después a través de unas intolerables declaraciones públicas radica en defender que el principio democrático está por encima del principio de legalidad. O lo que es lo mismo, que las leyes están para cumplirlas, pero sólo a veces, sólo cuando convenga.