JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC – 06/09/15
· Menos mal que, en Egipto, un general impidió que la primavera se convirtiera en invierno.
Todo el mundo habla del pequeño Aylan, tendido en una playa turca, del asalto a los trenes en Hungría, de la incapacidad de Europa de hacer frente al tsunami de refugiados. Pero nadie habla de qué lo provocó, de por qué sus países se han convertido en infiernos. Y nadie lo dice porque fuimos nosotros, los occidentales, quienes desencadenamos esa desbandada, quienes desestabilizamos esos países al querer hacerlos como los nuestros. ¿Quién derribó a Sadam Hussein, a Gadafi? ¿Quién cantó las excelencias de la «primavera árabe»? ¿Quién, yendo más lejos, facilitó el triunfo de los muhadines en Afganistán? ¿Quién, en último término, ha creado Estado Islámico, al darle barra libre en el Oriente Medio? Nosotros.
Nosotros que, en nuestra ignorante soberbia, creímos que toda aquella gente quería adoptar nuestro estilo de vida, nuestra organización familiar, social, estatal. Y no es así como demuestra que haya sirios, afganos, iraníes, marroquíes, viviendo en Alemania, en Francia, en Suiza, en España, de tres generaciones, que conservan sus normas y costumbres, o sea, que no quieren las nuestras. Mientras en sus países de origen continúa la guerra entre chiítas y sunnitas, a muerte como todas las religiosas.
Los únicos capaces de mantener a raya a las dos ramas militantes del islam eran los «hombres fuertes», respaldados por el ejército. Y nos los hemos cargado. Recuerdo el chiste macabro que contaban los norteamericanos al comprender la imposibilidad de «pacificar» Irak: sacar a Sadam Hussein de su tumba. Lo mismo puede decirse de Gadafi en Libia. Pero ambos están muertos y bien muertos. Menos mal que, en Egipto, un general impidió que la primavera se convirtiera en invierno.
Todo lo que no sea reconocer la realidad de que no podemos exportar nuestra civilización al mundo musulmán –que quiere sólo nuestra tecnología, no nuestros hábitos–, está condenado, no ya al fracaso, sino a facilitar el islamismo radical. Lo más triste es que, en la práctica, ambos mundos se complementan: el índice de natalidad en Europa es tan bajo que, de continuar, a fines de siglo llegará lo que se ha llamado «el suicidio de Europa». En otras palabras: que necesita quien ocupe los puestos de trabajo que la población local ya no puede cubrir, quien abone las cuotas de la seguridad social para pagar el retiro de los jubilados, niños como Aylan, que aprendan el idioma y la profesión que les capacite para ello, en vez de ahogarse, como tantos, en el Mediterráneo.
Algo que sólo puede hacerse ordenadamente, con acuerdos entre Estados que regulen la llegada, el asentamiento, la integración. No abriendo las puertas de par en par. Pero en el Oriente Medio, en el norte y centro de África no existen Estados. Los hemos destruido con nuestras bombas. Arrogantemente, además, llevados de la «superioridad del hombre blanco» que, cuando se une a la «superioridad moral de la izquierda», produce el efecto de un tsunami. A no ser que Alemania esté más necesitada de mano de obra de lo que reconoce. Pero debe de andarse con cuidado: el «efecto llamada» puede aplastarla.
JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC – 06/09/15