El invierno

ABC 02/11/16
DAVID GISTAU

· Proliferan los valores imperativos para el periodista que convierten su profesión en un sacerdocio

DURANTE mucho tiempo, me las arreglé para veranear dos veces al año. Saltaba de un hemisferio al otro con este único propósito. Llegaba a los lugares justo cuando salían de la hibernación y sus habitantes descubrían que les sobraba ropa. Conozco a pocos que lo hayan conseguido. Tal vez Pocholo cuando intentó exportar Ibiza a Punta del Este y terminó cumpliendo una condena liviana por posesión. Y, como diría el capitán Willard, una condena por posesión en Punta del Este es como una multa por exceso de velocidad en las 500 millas de Indianápolis. Hay más posesión en esos veranos que en «El exorcista».

Cuento esto para que se hagan una idea de cuáles eran mis intenciones de vida. La diversión iba a ser un valor supremo, por encima de la laboriosidad, la honorabilidad, la capacidad edificadora o cualquier forma de compromiso. Incluso me hice periodista, y esto ya lo he contado antes, porque me pareció un oficio adecuado para viajar y acostarse tarde. No buscaba una posición desde la cual contribuir a salvar la Verdad, la Humanidad o la Democracia. Supongo que me alejé de la intención original por haber desoído el mejor consejo de iniciación que me dieron nunca: «Trabaja siempre en la sección de Espectáculos». Que el Parlamento se haya llenado de personajes propios de la sección de Espectáculos no mitiga las consecuencias de mi desviación. Fui víctima de esa manía del periodismo español de endosar una columna política a cualquiera que descolle. A diario leo a chavales extraviados en el intento de ensayo político a los que hicieron la misma faena cuando eran brillantes en otros registros.

Estas intenciones con las que llegué a la vida y al periodismo, y que he logrado aplicar en muchos tramos de mi existencia de los que puedo decir que me divertí, están en la actualidad más proscritas que nunca. Fíjense en cómo es la época para ser periodista. Proliferan los valores imperativos para el periodista que convierten su profesión en un sacerdocio, en una consagración misionera. El de la sumisión a La Verdad, con mayúscula, es el más enojoso y falaz de todos: éramos más sinceros cuando el cinismo de tunantes. A un lado de la política, está el entrecejo fruncido de Podemos, que te dice que toda diversión está prohibida y resulta insolente mientras haya un solo desahucio, un solo parado de larga duración. Como para ir a sus fiestas. Pero es que en el otro lado ha terminado de cuajar un zafarrancho de combate, una movilización general que te dice que debes subirte a las almenas de la defensa constitucionalista y que un solo renglón que no dediques a eso te convertirá en un desertor, en un frívolo, en uno de esos tipejos que veranean dos veces al año. Me acuerdo de Jorge Berlanga y ese maravilloso costumbrismo suyo que empezaba con una aceituna flotando en el Martini. La época actual lo atropellaría, como ocurre siempre, en las deflagraciones bélicas, con aquellos que tienen escasa predisposición militante. Llega el invierno y permanezco en Madrid.