Eduardo Uriarte-Editores

Utilizar el disfrute de un jardín donde sacar a sus hijos durante el confinamiento como prueba de sensibilidad y conocimiento del padecimiento de las familias que no lo pueden hacer encerradas en pequeños pisos, adobado con un tono de solemnidad digno de Yahvé en el Sinaí, nos muestra la ralea manipuladora y lógica aberrante del vicepresidente del Gobierno.

Podría ser, el de Iglesias, un exceso pasajero de incoherencia, como el enarbolar la Constitución frente al PP al día siguiente de enfrentarse a la jefatura del Estado, y las citas erróneas de la misma que frecuentemente utiliza, pero es evidente que no lo es, sino, por el contrario, parte sustancial de su ideario. Sus expresiones argumentales las usa con la frivolidad y ligereza que le otorga una opción revolucionaria que a la postre no es más que una evidente reacción al absolutismo político -el bolivariano, en una palabra-. La del jardín, por ejemplo, lo podría haber dicho sin rubor María Antonieta. Argumentaciones que la revolución liberal desterró con el Ancien Régime, y que no habíamos vuelto a escuchar desde que se salió de la dictadura en el 78.

El mismo presidente del Gobierno, bajo la batuta de su publicista, el auténtico ideólogo, Iván Redondo, participa de la estrategia del discurso y procedimientos propagandísticos de las grandes revoluciones conservadoras que asolaron Europa en los años treinta. El mal uso de la Constitución para cargarse la Constitución, de la democracia para cargarse la democracia, la lógica falaz para cargarse toda deliberación constructiva, son los atributos comunes de nuestra nueva clase gobernante. Si antes de la pandemia era difícil el sostenimiento de una convivencia política, en la actualidad, ante este comportamiento, no hay posibilidad de mantener el mínimo consenso necesario para superar la gran crisis que padecemos, la sanitaria, la económica, y la política que inevitablemente se desencadenará.

A pesar de todo esto, parece que sigue siendo necesaria la llamada al esfuerzo en común para salir de la mejor manera de la crisis, porque separados no se sale de ella. Pero de su necesidad surge su fácil manipulación. Por ello, no estoy seguro de que el Gobierno ponga la unidad política ante la crisis como objetivo principal de su tarea, como sería lo coherente en todo gobierno honrado, sino en otro: en salir él mismo de la mejor manera posible de ella, incluso reforzado en el poder.

Para ello, después de haber llevado al país a ser el que más defunciones ha padecido por millón de habitantes, es decir, al mayor de los desastres en comparación a nuestro vecino Portugal (donde los recortes sanitarios fueron importantes), se abraza al adversario para evitar la caída. Después de la pasividad gubernamental ante la hecatombe inminente, con la iniciativa en manos de algunas autonomías cuando la enfermedad se hizo presente, incapaz su gestión de saber la cifra total de las defunciones padecidas y sin que los test acaben de ponerse en uso de forma amplia, ante este caos, es muy posible que no sólo intente difuminar responsabilidades, extendiéndolas a la oposición, sino que finalmente acabe convirtiendo a la derecha en la auténtica y única causante de este desastre si rechaza el acuerdo salvador.

Pienso que el presidente del Gobierno nunca ha deseado el acuerdo con las fuerzas de la oposición salvo por el aspecto de que éste puede constituir el instrumento más demoledor para éstas a la vez de redimirle de los propios errores. A Podemos le repugna oír hablar de un acuerdo, pues es antitético con su concepción original del enfrentamiento con la derecha. Segundo, es un Gobierno asentado en dicho enfrentamiento y en alianza con secesionistas y sucesores de ETA, contradictorio con cualquier acuerdo de naturaleza nacional. Tercero, se ofrece el pacto confundiéndolo con la adhesión, vacío, sin documento, sin propuestas concretas, sólo como eslogan publicitario ante la opinión pública. Y cuarto, lo que todo el mundo ha visto: no se puede pedir un acuerdo a la vez que se insulta de una manera soez a los llamados a hacerlo, como hizo Adriana Lastra en el Congreso públicamente.

Sin embargo, para encubrir el fraude ahí está la propaganda utilizada, la exhibición y exaltación del heroísmo de la buena gente para minimizar los errores del Gobierno, y la persistente intromisión televisiva del presidente en nuestros hogares con discursos y maneras de un rey absoluto. El contenido informativo de sus “Aló Presidente” los podría ofrecer con mayor conocimiento un director general, el mensaje a la nación, nunca citada, el rey, pero el contenido ideológico sólo un caudillo como él. La pandemia le está otorgando más horas de televisión que al “equipo médico habitual”, y la aprovecha.

Al final va a resultar que el acuerdo, considerado por la ciudadanía positivamente y de manera angustiosa ante la gravedad de la situación, no es más que una emboscada para que el PP acabe siendo el culpable de todos los errores cometidos, incluido el de convertir España en el mayor cementerio de la pandemia. Por su cerrazón, por su falta de solidaridad cuando muchos colectivos de la ciudadanía, empezando por los sanitarios, están dando muestras heroicas con su entrega, el PP es capaz de rechazar tan patriótico acuerdo.

A los que creemos en la política esta maniobra nos parece de una vileza tan sectaria que nos es difícil aceptarla, pero ahí está. No hagamos como Rajoy, Zapatero, o el mismo Sánchez, negando la realidad que no queremos ver hasta que ella estalla, porque en este caso no se trata de ver los problemas de la realidad para darles una solución viable. Para Sánchez, como en todo, la gestión de la pandemia no es más que una cuestión de poder. La sociedad confinada, paralizada en su reflexión por un uso de la demagogia y la mentira como nunca se había conocido y el temor que le embarga, tiende a condenar al que no se presta a la colaboración solidaria y a la unidad, y le será muy difícil distinguir que la oferta del acuerdo está envenenada.

Sin embargo, el acuerdo que Sánchez ha ofrecido a la oposición, sin nada concreto que lo sostenga salvo la adhesión a sus decisiones, constituye la maniobra más sucia de la democracia española, que supone por su fracaso, a la vez, un profundo y nuevo deterioro de la misma -que será también achacado a la oposición-. Este efecto va a provocar en la sociedad la demanda de sustitución de nuestra desprestigiada democracia por otro sistema político. Por supuesto, autoritario.

Lástima de ocasión perdida para reflexionar sobre los errores y rehacer la convivencia política, pero la ciudadanía le otorgó la mayoría parlamentaria al apóstol del no, al representante actual de la histórica reacción fóbica contra la convivencia política en España. Para colmo vino a asociarse con un caudillo de la lucha de clases surgido del Antiguo Régimen. El acuerdo necesitaría que ambos protagonistas desaparecieran del Gobierno.