DAVID GISTAU-EL MUNDO

Cuando nos hablaron del Gobierno Frankenstein, lo que no sabíamos es que se referían a la versión de Mel Brooks. Porque cualquiera que haya pasado estos dos días encerrado en el Congreso de los Diputados con los futuros artífices de la segunda Transición, aparte de salir despavorido hacia el extranjero con lo que le haya cabido en el coche, habrá concluido que a este momento español sólo le falta Marty Feldman haciendo de Igor con una cartera de ministro. Una cualquiera, ornamental, creada para mantenerlo entretenido como la que Sánchez quiere darle a Irene Montero para que la use, mero cargo de fogueo, como complemento de vestuario. Ministerio de Chorradas de Podemos, de nueva creación, sin dotación presupuestaria. Y a ver si cuela.

Al final, la coalición saldrá. Aunque sólo sea por miedo a la penalización social en caso de fracaso y porque todavía queda gente convencida de que ahí fuera hay una España fascista –redundancia– que requiere ser sanada a base de refundarla como otra cosa. En este sentido, estremece constatar a qué siglas convoca Rufián para encomendarles la reinvención española: excepto el PSOE, a aquellas que sólo tienen como elemento común, más allá del salvoconducto progresista, el afán histórico de destruir España –¿qué puede salir mal?–. Pero, mientras eso se decide en el laboratorio secreto al cual no tenemos acceso, a los cronistas nos toca prestar atención a una sesión parlamentaria, la de ayer, en la que todo, incluidas las tribunas semivacías, era un recordatorio de intrascendencia.

Rufián progresa adecuadamente. Acaba de alcanzar el estadio evolutivo en el que uno aprende que existió alguien llamado Unamuno. Es verdad que lo interpreta a su manera porque ha convertido a Unamuno en un independentista catalán que desde el más allá ve en los antidisturbios españoles una mutación de Millán Astray, a quien Rufián llamó Millán Estrich o algo así. Rufián trajo, para compartirlo con la cámara, el secreto de una expresión manida que para él era nueva: «Venceréis pero no convenceréis». La pronunció como si estuviera dispuesto a conceder un quesito del Trivial al diputado que adivinara la autoría de la misma. Rufián tiene una conciencia solemne del papel que le toca desempeñar en sustitución de Junqueras y por ello declaró que no volverá a hacer las payasadas que le dieron fama como humorista involuntario en Madrid. Hay un riesgo ahí, ¿eh?, como cuando Jim Carrey dijo que quería ser tomado en serio como actor y por ello dejaría de poner caras.

Rufián volvió a enfrentar a Sánchez al elefante en la habitación. También lo hizo después Laura Borràs, con referencias más explícitas al 155, a la mitología de los exiliados y a ese sentimentalismo victimista que bañó en poesía, de forma que llegamos a temer que su bancada se pusiera a cantar el Imagine reglamentario. Es verdad que, en la respuesta a ambos, Sánchez no fue nada ambiguo cuando les recordó que no existe una sociedad catalana monolítica e independentista y que hay una contradicción si quien llama a negociar asegura al mismo tiempo, como hace Torra, que no concibe otra cosa que la unilateralidad golpista del que promete que lo hará de nuevo.

Pero, estos días, los partidos que reparten las credenciales de progreso y pretenden agruparse en torno a ellas impusieron una jerarquía de los problemas por resolver que concede más importancia a todas aquellas causas en las que les resulta más fácil coincidir. Lo social, lo ecológico, lo justo, lo feminista, las banderas colectivas en las que la vicepresidenta Calvo y el ministro Marlaska vetan a los monstruitos de Colón porque el mejor de los mundos posibles sólo puede construirlo –y disfrutarlo– la izquierda.

Así, fue revelador cómo Bildu se caracterizó en boca de su portavoz Mertxe –lo que hay que hacer para no ser Merche–Aizpurúa: definió a su partido a través de todas estas causas fotogénicas, sin mencionar siquiera el linaje terrorista con el que jamás hubo ruptura moral o el proyecto independentista que es prioritario. De manera que un extranjero que no conociera el origen de Bildu, y que sólo supiera lo que escuchó ayer, no tendría inconveniente en ver a un partido homologable con la socialdemocracia con el que perfectamente podría asociarse el PSOE.

Si no fuera por los presos y la sentencia pendiente, esta operación cosmética permitiría amalgamar también a ERC y JuntsxCat en una noción vertebral de la que sólo quedaría excluido el fascismo, es decir, todo lo que respira con voluntad de contrapeso a la derecha de Sánchez. Por eso a Sánchez le cuesta tanto hablar del elefante y en cambio hace demostraciones, en cuanto puede, de compartir con las tribus de extramuros a las que hay que rehabilitar conciencia social, ecológica y feminista.

Aitor Esteban siguió la inercia de atacar a los mismos partidos de La Derecha con los que el PNV pactará en el futuro en cuanto cobre el precio convenido. Porque la coima al PNV, que como bien sabe Rajoy no te preserva de su traición, es una de los pocas unidades de destino en lo universal que aún quedan.

Hay un problema con el PNV. No es fácil incorporar a la pandilla progresista al partido de Dios y Ley Vieja que lleva atornillada en la cabeza la boina carlista como el tapón en una botella de Dyc. Tampoco es fácil, tan nacionalismo del siglo XIX como es, integrarlo en el criterio efebocrático por el que Rufián anunció que a su generación le corresponde mandar. Cuando lo dijo, Iglesias miró a Esteban sonriente, como diciendo: «Carroza, tú no vienes al festi».