Antonio Elorza, EL CORREO, 29/4/12
Los criterios para la construcción de una memoria histórica veraz son fáciles de establecer. Su aplicación no lo es tanto. Conviene tomar en consideración la totalidad de los hechos
La memoria humana», escribió Primo Levi, «es un instrumento maravilloso, pero falso». En el plano individual, los recuerdos se olvidan en ocasiones, son modificados a veces por percepciones ulteriores o resultan mutilados por la exigencia del individuo de conferir una consistencia a las propias actuaciones. En el orden colectivo, la memoria, o mejor las memorias, dependen de la transmisión familiar, tan importante como selectiva, del proceso educativo y de las representaciones acuñadas por el grupo social de pertenencia. Pueden integrarlas datos objetivos, pero también adiciones y supresiones impuestas desde el exterior. De ahí la importancia de la fabricación, en unos casos, del mantenimiento, en otros, de la memoria de cara a los comportamientos colectivos en el futuro. Como consecuencia, cuanto más conflictivos son los procesos y los períodos de referencia, esas exigencias devienen más agudas.
Es lo que sucede ahora entre nosotros con los años de plomo del terrorismo de ETA y también, aunque el paso de siete décadas lo haga a veces incomprensible, sobre la guerra civil. Lo hemos podido comprobar estos días con una serie de debates e iniciativas, comprendida la bastante peregrina de solicitar al Rey que pida perdón por el bombardeo de Gernika, como si la democracia española, en particular desde la ley de Memoria Histórica, no hubiese dejado bien clara su desvinculación del régimen de Franco y en la misma medida no fuese heredera de la Segunda República, cuyas ciudades durante la guerra sufrieron también mortíferos bombardeos. El Rey no es quien para ir pidiendo perdones, y en cuanto al Gobierno, por su condición democrática, tendría que pedirse perdón a si mismo, asumiendo el doble papel de heredero de los verdugos y de las víctimas. Llevando las cosas al extremo, los demócratas españoles podrían exigir cuando menos una declaración de responsabilidad al PNV, ya que tanto le gusta que se emitan veredictos sobre conductas en la guerra, por su chapucera política de pactos con el fascismo y los militares italianos que desembocó en la tragicomedia de Santoña (y en la entrega a Franco intactas de las fábricas de la margen izquierda). Sería absurdo. En cualquier caso, al asumir un papel de juez que su ejecutoria no avala, a partir del informe del lehendakari Aguirre, ha construido lo que Levi llamaba «una verdad de complacencia», con las citadas omisiones y deformaciones, que a fuerza de ser repetida y por su funcionalidad de cara al ‘conflicto’ con España es asumida por todo el campo abertzale como si se tratara de una evidencia indiscutible. Éste es todo su valor.
Son diferentes los casos alemán e italiano, cuya intervención en la guerra al lado de Franco se vio implicada, sin ley de amnistía alguna, y singularmente para la Legión Cóndor, en la comisión de crímenes contra la humanidad.
Los criterios para la construcción de una memoria histórica veraz son fáciles de establecer. Su aplicación no lo es tanto. Ante todo, conviene tomar en consideración la totalidad de los hechos y de los procesos significativos, a efectos de no adoptar, según es habitual, una mirada sesgada. En segundo término, hay que evitar la amalgama, la fusión de elementos de muy diferente entidad, que llevaría a la anulación de todo juicio histórico. En fin, como consecuencia, al tener en cuenta dichos componentes de la realidad, resulta imprescindible proceder a una ponderación de su significado, tanto en términos cualitativos como cuantitativos.
Tales advertencias resultan válidas tanto para la guerra civil como para la historia del terrorismo en Euskal Herria. Pensando en los desastres de la guerra y en las responsabilidades en que incurrieron unos y otros, no solo cabe destacar los bombardeos de Durango y de Guernica; como se ha dicho, los asaltos mortíferos en Vizcaya a lugares de reclusión de personas supuestamente vinculadas a la sublevación militar, permiten una vez más constatar que el maniqueísmo nunca es el camino de la justicia. Igualmente, la aplicación de la estrategia del terror por ETA no ha de hacer olvidar que existió el GAL. Por salir de nuestros límites, que si la eliminación sistemática de todo representante de la izquierda española por los militares alzados constituyó técnicamente un genocidio (aniquilamiento físico de un colectivo por razones políticas, previamente determinado por sus autores), las matanzas de derechistas en noviembre de 1936, con Paracuellos como emblema, no escapan a la calificación de crímenes contra la humanidad (secuencia de hechos puntuales, aplicando al colectivo de presos una decisión mortífera ad hoc).
La ponderación nos lleva entonces a invalidar la amalgama, aun cuando unos y otros hechos sean condenables. Unos movimientos de ‘masas’, como las reacciones a bombardeos que en Euskadi y en otros lugares del mundo, asesinando adversarios políticos de fácil acceso, como los presos en un barco o en una cárcel, forman parte de la violencia criminal en la España republicana, pero no son la violencia criminal de la República, aun cuando pudiera existir negligencia en su protección. El asalto a la Cárcel Modelo en Madrid, en agosto del 36, desbordó incluso al Partido Comunista de España. Paracuellos en noviembre fue otra cosa, pero tampoco aquí cabe cargar las culpas sobre el Gobierno republicano. Violencia de masas y crímenes de responsabilidad acotada, por graves que fueran, no son comparables a la decisión consciente de borrar del mapa a una ciudad mediante un bombardeo de alfombra. El crimen contra la humanidad resulta aquí innegable.
Tampoco cabe la amalgama en el caso de ETA: la responsabilidad de su estrategia asesina fue siempre endógena. Hubo otros modos de oponerse al franquismo y las responsabilidades asimismo criminales que asumieron temporalmente quienes dirigieron la lucha antiterrorista no cancelan en absoluto su deuda con la sociedad vasca.
Antonio Elorza, EL CORREO, 29/4/12