FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO
Albert Rivera, tras su despunte en Cataluña y su afloramiento en el conjunto de España, fue acusado de ser el brazo político del establishment económico. Puesto en la diana, se desató un intento de demonización de Cs por parte del populismo neocomunista. Al modo del universo totalitario descrito por Orwell en su distopía 1984, el podemismo, junto al independentismo, se emplearon a fondo –y siguen haciéndolo– en ejercitar el rito diario del odio a un enemigo al que hay que odiar por su sola existencia.
Lo cierto es que Cs difícilmente podría ser el envés de Podemos, al no ser una fuerza contra el sistema, sino nacida para reformarlo y regenerarlo desde dentro, en línea con lo que representa Macron en Francia. Lo curioso es que, al cabo de cuatro años de aquella especulación del banquero Oliu, su propósito de un Podemos de derechas puede alumbrarse este domingo en el laboratorio experimental de las elecciones andaluzas. Si se confirman las encuestas, Vox puede obtener, por primera vez, una representación apreciable en una cámara de representantes, recabando votos de la misma manera transversal que permitió a Podemos emerger con poderío en las europeas de mayo de 2014. Le bastó con hacer pasar por programa político la mera invocación a la casta, esa palabra talismán importada de la Italia e inhabilitante de la clase gobernante, así como capitalizar el estado de indignación que desencadenó la conjunción de la crisis económica y la corrupción política.
De parecida guisa, la suma de los desengañados del PP, los descontentos con las nuevas formaciones que trajo la crisis –Cs y Podemos– y aquellos que tradicionalmente se abstenían en las elecciones autonómicas pueden hacer que Vox no sólo tome asiento en el hemiciclo del antiguo Hospital de las Cinco Llagas, sino que condicione la legislatura y le sirva de trampolín para ser actor relevante en el escenario español.
Lo paradójico es que Vox, siendo repudiado por el conjunto de grupos, se ha visto favorecido por éstos, bien asumiendo parte de sus postulados o introduciéndolos en sus agendas (caso de PP, al haber nacido de sus costillas, o de Cs), bien ejerciendo un efecto llamada por parte del PSOE para contener su declive tratando de fraccionar el voto a su derecha y por parte de la marca meridional de Podemos Adelante Andalucía para movilizar a su electorado agitando la amenaza de Vox. Ratifícase así el viejo aserto de que, en muchas ocasiones, tratando de evitar una situación embarazosa, acaba precipitándose en ella cuando no se agrava estúpidamente.
Sin duda, quien más empeño ha mostrado ha sido la presidenta andaluza, Susana Díaz, poniendo al día el viejo manual de estilo del PSOE, en su afán por desacreditar a su contrincante más directo y tratar de ligarlo al franquismo. Recuérdese la insidiosa estrategia del dóberman. Esta fórmula le ha resultado electoralmente muy rentable todos estos años al PSOE en Andalucía.
Díaz no ha llegado a decir como Chaves en su momento que «Le Pen está en el PP». Pero, después de un arranque de campaña en el que adoptó una actitud zen, creyendo tener todo ganado con sólo sonreír y dejar que los demás se pelearan, se ha visto obligada a resucitar la argucia que, a corto plazo, le vino de perilla a Mitterrand y al PSF. Al cabo del tiempo, empero, el Frente Nacional ya no sólo pescaba del caladero conservador, sino de la izquierda. Especialmente, entre los votantes comunistas. Hoy el PSF vaga en la inexistencia. El proletariado sin prole de hoy se ha pasado con mono y casco al populismo del Frente Nacional, constituyéndose en el partido de los trabajadores.
El voto que se arrima a Vox no proviene sólo de una burguesía asustada por la inseguridad ciudadana o el aumento de la inmigración, sino de los barrios populares que tradicionalmente votan a la izquierda, donde se vive más angustiosamente la indefensión que provocan los problemas que se empeña en no reconocer la izquierda de la corrección política.
Conviene recordar que Marine Le Pen, como está ocurriendo en otras partes de Europa con otros movimientos de ese jaez, se ha atraído incluso el voto inmigrante. Fenómeno que tiene su explicación. Como evoca el escritor andaluz José María Vaz de Soto, en sus años de estancia en tierras galas, muchas veces tenía que salir en defensa de los portugueses ante el rechazo de los españoles que se habían adelantado unos años en su viaje al exilio económico. Pobres contra pobres peleándose por recoger las migajas de la baguette francesa. Así ocurrió también en EEUU y ya se percibe dentro de España.
Este movimiento sísmico, cuyo epicentro radica en el corazón de la vieja Europa y con sacudidas constantes en los últimos procesos electorales, ha surgido del choque de las placas tectónicas alimentadas por la percepción de amplias capas de votantes de que están gobernados por unas elites, ya sean de derechas o de izquierdas, que desatienden sus problemas.
Ven a esa clase política como un mundo ajeno a sus inquietudes. Sólo se abre al exterior una vez cada cuatro años para recoger el voto que les permita seguir girando sobre sí mismos. Ello lanza a sectores de la población en brazos de un populismo que se constituye en el cáncer de la democracia representativa. Es proverbial su capacidad de matrimoniar los discursos más extremistas y las propuestas más contradictorias sin perder por ello crédito ante un electorado desengañado y escéptico que no atisba que todo demagogo encierra un tirano.
Por eso, es probable que, con sus advertencias sobre el peligro que supone Vox, Díaz anduviera también detrás de frenar la huida de votos que se le pueden ir por ese lado, junto a los otros que pueden emigrar a Adelante Andalucía o a la abstención. Claro que, en su embestida contra Vox, Díaz escamoteaba que son precisamente socios xenófobos, supremacistas y golpistas, con Torra «el Le Pen catalán» (Pedro Sánchez dixit) al frente, quienes sostienen al PSOE en La Moncloa.
Téngase en cuenta además que una significativa entrada de Vox en el Parlamento andaluz podría desencadenar una serie de carambolas que alteren la distribución final de escaños restando los últimos en liza al PSOE como virtual fuerza mayoritaria. Caso de ser así, Díaz se vería lastrada en su afán por volar alto por encima de los 40 escaños (la mayoría absoluta son 55) y pueda abocar hipotéticamente a otras mayorías alternativas que hoy se ven muy alejadas de la realidad.
Pero hay otras muchas cosas en danza. Más allá del plebiscito en torno a la «Estrella del Sur», el nuevo PP de Pablo Casado se juega el ser o no ser. Consciente del envite, no le ha quedado otra que saltar al ruedo andaluz y no salir de él en las dos semanas de campaña. Afronta este lance consciente de que, de Despeñaperros abajo, se libra la suerte de la España constitucional. Ese milagro que alumbró el mayor periodo de bienestar y libertad, sin que se atisben días venturosos en los que, según las Sagradas Escrituras, el león repose junto al cordero.
Salvo vuelco imprevisto, el PP puede que salve los muebles evitando un sorpasso de Cs, que doblará sus nueve escaños actuales. Tras una arrancada de caballo jerezano en las encuestas ha tenido parada de burro manchego. Tanto Albert Rivera como Inés Arrimadas, su mejor ticket, han acudido al rescate de su candidato Juan Marín. Después de su apoyo parlamentario a Díaz, éste último no ha sabido desplegar un discurso que le permitiera sobrepasar a un PP que, con Casado, ha cerrado vías de agua en el casco de una nave abollada. Como pastor de ovejas descarriadas, el líder del PP no tendrá fácil devolverlas al redil sin perderse él mismo, al igual que Sánchez trata de pescar en aguas de Podemos sin enredarse y quedar atrapado en sus mallas.
No parece que un eventual pacto de PP, Cs y Vox diera margen para evitar la entente que se vislumbra entre el PSOE y un Adelante Andalucía que no va a ser fácil de fraguar ni presume un futuro esplendoroso para el jardín de las Hespérides andaluz que lleva lustros buscando salir del pozo cavándolo más hondo. Si ya el pacto PSOE-IU (2012-2015) concluyó como el rosario de la aurora, con ruptura de relaciones entre ambos, nada obra ahora en contrario.
Una nueva coalición de izquierdas truncaría otra vez que Andalucía aprobara su eterna asignatura pendiente de la alternancia. El obstáculo mayor estriba en la fuerza inercial del PSOE y en su poderosa maquinaria, bien engrasada a través del uso discrecional de fondos públicos. Ello genera cuantiosos réditos electorales e ilícitos enriquecimientos personales, como reiteran los cientos de procedimientos judiciales abiertos por corrupción. Esto hace que Andalucía escape a la comprensión política para adentrarse en la psicológica.
De confirmarse los pronósticos, pues, Díaz habrá de casar su populismo peronista con el bolivariano de Teresa Rodríguez. Tan a la greña están ambas como ellas, a su vez, con sus jefes de filas. No se puede decir que Díaz se alboroce cuando ve al suyo y chille «¡Pedro!», como Penélope Cruz al leer el nombre de Almodóvar en los Oscar. Tampoco Rodríguez disfraza su mala relación con el líder máximo de Podemos, lo que evoca la conocida novela de Juan Marsé Últimas tardes con Teresa.
Todo apunta a que la marca andaluza de Podemos dejaría mandar al PSOE hasta las generales y, en función del reparto de cartas, ya se vería si anudan los cabos sueltos o los rompen. Entre tanto, el PSOE preservaría su vedado coto andaluz. Justo cuando la salud democrática de Andalucía precisa de un cambio que enderece el rumbo antes de que todo lo envilezca irreversiblemente. En este domingo electoral en el que tantas cosas se juegan, pues, hay que afirmarse en aquel apotegma de Lactancio que afirmaba que «el pueblo, en efecto, es sabio en la medida en que sabe lo que necesita».