ABC-LUIS VENTOSO
No es inocuo ni cordial, es para marcar a los discrepantes
UNA característica de antiguos pueblos mediterráneos de grandes comerciantes, como venecianos o genoveses, era su suavidad en las formas, una amabilidad gestual que engrasaba los negocios. Voz baja bien modulada, modales gratos, sonrisa acogedora, palabras que suenan graves y fiables. Gente astuta, pero seria, que sabrá honrar sus compromisos. Un pueblo con «seny», que dirían los catalanes. Esa pátina de buena educación y tranquilidad, a veces también de taimada mansurronería, envuelve todavía hoy la vida pública de Cataluña. Las mayores afrentas al sentido común y la concordia se pronuncian con un soniquete tan cordial que cuesta percibir que quien las suelta puede ser un xenófobo, o un mentiroso. Ejemplo perfecto era Junqueras, divulgador de inmensas patrañas, como que la UE batiría palmas para acoger a la Cataluña independiente, o que no habría daño empresarial alguno. La fuga de 4.000 compañías da fe de sus disparates. Pero aquellos embustes envueltos en celofán, aquel tono de pacífico abad, engañaban a mucha gente.
El separatismo imposta un «seny» santurrón, de puño de hierro en guante de seda. Lo ejemplifica el vergonzoso caso de los lazos amarillos. Contada en serio, la historia es así: un grupo de fanáticos separatistas se erigen en supuestos representantes de todos los catalanes, y soslayando que más de la mitad de sus vecinos no piensan como ellos, intentan un golpe de Estado contra la legalidad española. Pero el Estado se despereza y logra abortar la revuelta. Los cabecillas insurrectos acaban en la cárcel, igual que el golpista Tejero en los ochenta. Para hacer apología de los sediciosos y su causa, los partidos separatistas crean entonces un logo: el lazo amarillo. Es evidente que tal símbolo violenta a más de la mitad de los catalanes, que quieren ser españoles, y los estigmatiza. Pero se introduce por fuerza en los escaños del Parlamento (algo que el Estado nunca debió permitir), en fachadas de ayuntamientos y en edificios públicos (algo que tampoco debió tolerarse), y hasta se da la murga a bañistas y paseantes convirtiendo playas y plazas en «performances» amarillas de apoyo al golpismo antiespañol. Todo eso, por supuesto, es vendido como algo lícito, hermoso, solidario, normal, chachi y preñado de «seny». Pero cuando la mayoría discrepante se siente acosada por la simbología amarilla y comienza a retirarla, ¿qué ocurre? Pues que les parten la cara. Emerge así la entraña del problema: una atosigante presión social y callejera contra los catalanes pro españoles, que en pequeñas poblaciones empieza a recordar a la Guipúzcoa de los años negros.
Todo esto debería ser atajado por el Gobierno de España. Pero es imposible, pues si un día Torra le dijese a Sánchez que o se pone el lacito amarillo o lo echa de La Moncloa, probablemente veríamos al presidente no votado en posición de firmes y lazo en solapa. Resulta descorazonador que se admita con un encogimiento de hombros un símbolo creado para estigmatizar a la mitad de la población que está con la ley, la solidaridad y la concordia entre españoles.