Editorial-El Correo

La muerte de Agustín Ibarrola deja al arte vasco sin una de sus figuras más destacadas desde la segunda mitad del siglo XX y también sin el último representante de una generación cuya profunda huella ha legado una innovadora visión de la Euskadi que vivió, su historia y del mundo en el que se movió, y de la que forman parte otros personajes de renombre como Eduardo Chillida, Jorge Oteiza o Néstor Basterrechea. Con él desaparece un pintor y escultor comprometido con la vanguardia en lo cultural, de lo que da fe una obra tan extensa como variada, y con la lucha por la libertad en lo personal.

Su valiente defensa de la democracia lo llevó a la cárcel en la dictadura franquista y a significarse posteriormente en la respuesta social contra el terrorismo de ETA, que atacó varias de sus creaciones. Ibarrola ha sido un permanente ejemplo de coraje cívico, que trasladó a sus obras, entre las que destaca por su singularidad y ambición el Bosque de Oma, un icono de la cultura vasca recién reinaugurado en el que mezcla naturaleza y arte con una sensibilidad reservada a los más grandes. Se va un artista único, pero su espíritu permanecerá imborrable a través de sus composiciones.