Ignacio Camacho-ABC
- El último error de Rajoy fue el de resignarse al desahucio pensando que dejaría su honor a salvo de escándalos
El argumento con que Rajoy se negó a dimitir para frenar la moción de censura de Sánchez fue el de no salir del Gobierno como un corrupto. Era dudoso que la investidura de otro candidato popular -¿Soraya?- hubiese triunfado pero el entonces presidente no dio opción a intentarlo. Le habían preparado una encerrona con el pretexto de una frase sesgada en la sentencia de un juicio al que acudió como testigo, y antes que darle pábulo a la insinuación que lo dejaba en relativo entredicho prefirió caer con todo el equipo y llevarse por delante -«después de mí el diluvio», como Luis XV- la estabilidad de España y el futuro de su partido. Eligió llevar hasta el final el rasgo constante de su estilo: la lentitud para reaccionar ante lances imprevistos y la pasividad ante cualquier problema, contratiempo o conflicto.
Pero también se equivocó al confiar en que su salida cerraría los escándalos que ensombrecieron su mandato. Había demasiados sumarios en marcha para que toda aquella mugre financiera que siempre prefirió ignorar no volviera a salpicarlo y olvidó que cuando se abandona el poder oficial se pierde también el fáctico, el que permite pagar favores, trazar pactos o correr cortinas de silencio sobre episodios del pasado. Bárcenas siempre creyó -como los independistas catalanes, por cierto- que la justicia es permeable a la turbia razón de Estado y que sus intereses estaban protegidos por la basura que guardaba en los armarios. Y a estas alturas del caso no encuentra otra salida que defenderse, aunque no vaya a servirle de mucho, acusando.
Los papeles se pueden fabricar y los indicios, por verosímiles que parezcan, no constituyen pruebas. Sin embargo la política, sobre todo la de esta época, discurre sobre la superficie de las apariencias y la nueva confesión del «tesorero infiel» es un regalo para la izquierda en un momento en el que la pandemia ha abierto en el Gabinete sanchista alarmantes grietas. Aunque Rajoy ya no sea enemigo, la ocasión es perfecta para colocar al PP contra las cuerdas y, de paso, avivar una oportuna humareda bajo la que camuflar los deslices del clan Iglesias.
En la justicia populista existe la pena de testimonio como existe la de telediario. Una simple declaración televisada o filtrada convierte a un aludido en reo y lo deja social y mediáticamente condenado. El expresidente cometió la ingenuidad de pensar que bastaría con resignarse al desahucio para dejar su honor a salvo y acabar con el acoso sufrido durante años. Enésimo de error de cálculo que paradójicamente va a pagar Pablo Casado, al que los fantasmas del marianismo persiguen como duendes empeñados en zancadillear su liderazgo.
Tal vez a Rajoy le preocupe más el veredicto de la Historia que el de los tribunales. Pero su legado es un lastre del que su heredero ha de zafarse si quiere ser el que saque al país de esta deriva de catástrofe.