Hace escasos días se presentó en el Parlamento vasco una edición crítica de ‘La causa del pueblo vasco’, preparada por la profesora Leyre Arrieta Alberdi. El libro original, publicado en París en 1956, es la obra más influyente del dirigente alavés del PNV Francisco Javier de Landaburu. Además, es quizás el mejor compendio del pensamiento de una generación de nacionalistas vascos, cuya trayectoria vital se vio interrumpida por la Guerra Civil.
Landaburu nació en Vitoria en 1907, estudió Derecho en Valladolid y trabajó inicialmente como periodista. En la II República fue uno de los principales líderes del PNV. En 1933 fue elegido diputado a Cortes por Álava, aunque no pudo revalidar su escaño en febrero de 1936. Pocos meses después, triunfaba en Álava la sublevación militar que dio origen a la guerra. Junto a otros dirigentes alaveses del partido, conminado por los militares, firmó varios escritos criticando la opción del PNV a favor de la República. Pero, estando a punto de ser detenido, tuvo que esconderse, hasta que pudo pasar clandestinamente a Francia. Se estableció en París, convirtiéndose en la mano derecha del lehendakari Aguirre. En 1960 fue nombrado vicepresidente del Gobierno vasco en el exilio. Falleció en París en 1963.
Landaburu fue en el seno del PNV el paladín de un europeísmo «inexorablemente democrático». Propugnaba «sin sectarismos» la existencia de una nación vasca, compatible con un Estado español democrático y confederal, dentro de una «Europa de los pueblos», cuya misión era «salvar los valores humanísticos» frente a todo totalitarismo. No obstante, el propio Landaburu era consciente de que se estaba empezando a construir una «Europa de los Estados», que podía terminar convirtiéndose ella misma en un «súper-Estado».
Igualmente importante para él y otros dirigentes del PNV en el exilio fue su fe religiosa, «punto de partida de su personalidad y de su pensamiento político». En palabras de Leyre Arrieta, de «su profundo sentimiento cristiano» derivaba «una honda confianza en el ser humano. Era una fe en Cristo y en el hombre que, lejos de quedarse en el púlpito, debía reflejarse en actos y decisiones. La más importante: una clara apuesta por la democracia». La visión de Landaburu no estaba exenta de mitificaciones, al afirmar que la democracia era consustancial al pueblo vasco, caracterizado a la vez por una fe religiosa «sin hipocresías ni exageraciones».
Un fruto práctico de esa fe fue el rechazo de toda violencia, que consideraba incompatible tanto con el cristianismo como con la democracia: «El fin, para un demócrata, como para un cristiano, nunca justifica los medios». Landaburu no vivió lo suficiente para ver cómo algunos eclesiásticos vascos justificaban el terrorismo en aras de una supuesta «liberación», basada en una peculiar mezcla de elementos cristianos y marxistas, tan en boga en torno a 1968. Sin embargo, lo mismo que Manuel Irujo y otros dirigentes jeltzales, tenía muy claro que cristianismo y violencia eran incompatibles. Fue esa convicción la que le hizo oponerse a una ETA que, cuando él falleció, daba muestras de una notable intolerancia, aunque aún no había comenzado a matar. Precisamente su hijo Gorka, que también se dedicó al periodismo, fue herido por un paquete bomba enviado por ETA en 2001.
Hay otro aspecto del ideario de Landaburu que –ahora que se habla tanto de memoria histórica, utilizando este término en un sentido muy reduccionista– es conveniente recordar. Desde el exilio, abogó por «superar la Guerra Civil», distinguiendo las responsabilidades de cada cual y aprendiendo del pasado, con el fin de «reconciliarse para emprender una nueva etapa de convivencia ciudadana y de reconstrucción patriótica». ‘La causa del pueblo vasco’ está dedicada precisamente a «todos los vascos muertos durante la guerra fratricida causada por la sublevación de 1936: los que cayeron en cualquiera de los frentes bajo las banderas vascas o de las dos Españas, los que fueron asesinados en sus retaguardias».
Landaburu dio muestras de querer hacer realidad esa idea. Pese a su exilio, mantuvo relación con personas de toda ideología que vivían en el País Vasco. Hay que recordar, por ejemplo, que durante la Dictadura de Primo de Rivera había compartido la dirección del denominado Grupo Baraibar (creado por Eusko Ikaskuntza para promover el euskera en Álava) con José María Díaz de Mendívil, un euskaltzale que fue presidente de la Diputación alavesa durante el primer franquismo. En 1950, Landaburu escribió una carta personal al obispo de Vitoria, José María Bueno Monreal, felicitándole por su discurso de entrada en la Diócesis. Sus palabras habían «puesto mucho bálsamo en las heridas que por sólo defender nuestra personalidad alavesa y vasca venimos sufriendo hace muchos años algunos hombres que dentro y fuera de casa hemos proclamado siempre nuestros sentimientos cristianos». El obispo le respondió con gran cordialidad, deseándole que pronto terminara su exilio y ofreciéndose a estudiar sus «deseos y puntos de vista», pues su aspiración era estar en «estrecho contacto con todos los diocesanos», incluyendo a los exiliados.
La esperanza de Landaburu se hizo realidad en la Transición. En 1978, antes incluso de la elección del primer ayuntamiento democrático, una calle de Vitoria fue bautizada con su nombre. Sus cenizas fueron traídas desde París para ser enterradas en el cementerio de su ciudad natal. En 2008, la Diputación Foral, presidida por Xabier Agirre (PNV), le concedió la Medalla de Álava a título póstumo, como reconocimiento a su labor a favor «de Álava y de sus valores», destacando su «vocación europeísta» y su «disposición al diálogo» entre diferentes. Todas ellas son lecciones que merece la pena recordar.