EL CORREO 24/03/14
TONIA ETXARRI
· El azar ha reunido, en el final, a dos políticos de gran talla como Suárez y Azkuna, que supieron estar por encima de las siglas partidarias
Iñaki Azkuna es el nacionalista a quien más he querido en toda mi vida». Esta confesión, que brotaba de lo más hondo del corazón de Agustín Martínez Bueno, dueño del hotel Ercilla, y que comparten muchos ciudadanos, no sólo de Bilbao, que tuvimos la suerte de conocer al mejor alcalde del mundo, refleja el perfil de este regidor que nos acaba de dejar. Tan librepensador y liberal que traspasaba los límites de su partido para acoger a todo el mundo. A todos, «menos a los totalitarios», como solía aclarar él cuando, en los encuentros privados, sus interlocutores ensalzaban su forma de hacer política. Porque más allá de las siglas, Iñaki Azkuna se esforzaba en mantener un equilibrio entre sus obligaciones como jeltzale y su pasión por la libertad que, en más de una ocasión, le provocó no pocos apuros. Era tan libre y heterodoxo, desde su lealtad a las siglas del partido, que influyó poco en el PNV. Pero el PNV se benefició de su tirón, de su gran valía personal, de su carisma, liderazgo y capacidad de persuasión, hasta el punto de haber conseguido la mayoría absoluta en la ciudad de Bilbao gracias a votos de ciudadanos que optaron por el alcalde aunque no compartieran el ideario nacionalista.
Desde su atalaya unamuniana y su pasión por la libertad, el alcalde, el doctor, el amigo, era plenamente consciente de que su carrera política tenía el techo en la Alcaldía. Bilbao era para él la bóveda más elevada a la que podía aspirar porque el municipalismo acabó siendo su verdadera vocación.
A menudo, sin embargo, se le retaba en la suerte de tener que contestar sobre sus aspiraciones inconfesables. Y el alcalde no se salía del guión. Ya a finales del 97, cuando el Museo Guggenheim estaba dando sus últimos retoques antes de la inauguración y su diseñador, Frank Ghery, pululaba por la ciudad, el alcalde nos invitó a cenar a la periodista y gran amiga común Teresa Doueil y a mí. Estaba pletórico. Compartimos mesa y mantel en el Rogelio. Las dos periodistas, en clave provocadora y con afán indisimulado de querer sonsacarle alguna ambición oculta, le dijimos «¡Con lo buen lehendakari que serías!». Y se rió. A carcajadas. Un rato largo, que se nos hizo eterno. Y en vez de soltarnos un listado de excusas inspiradas en su vocación de regidor municipal, nos espetó: «No os engañéis. No me dejarían los míos. Nunca me presentarían».
Eran tiempos muy duros en los que la confrontación en la política sólo se liberaba en algunos paréntesis en los que cobraba protagonismo Iñaki Azkuna. Después de que ETA hubiera asesinado a Miguel Ángel Blanco y declarase su tregua trampa en 1998, el PNV optó por su línea más soberanista y radical. Y Azkuna, que se había identificado tanto con la forma de gobernar del lehendakari Ardanza, no estaba cómodo con aquella deriva de su partido. Y a veces lo decía. Optó por seguir haciendo política a su manera, sin traicionar sus principios y apoyando, en todo momento, a las víctimas del terrorismo.
De su capacidad de encaje de la enfermedad que limitó tanto los últimos años de su vida está ya casi todo dicho. Tenía tan claro que los ciudadanos estaban en su derecho de conocer todo cuanto acontecía al alcalde que tuviera que ver con su forma de gestionar la ciudad que, cuando el alcalde de Nueva York, Giuliani, anunció en 2000, en una conferencia de prensa, su cáncer de próstata, Azkuna comentó: «Yo , en su caso, habría hecho lo mismo». No imaginaba entonces que tres años después, precisamente, se iba a encontrar en las mismas circunstancias que las del «alcalde de América».
Pero ha podido disfrutar del reconocimiento general durante todos estos años. Un reconocimiento que ha compensado algunos sinsabores que le provocó su heterodoxia. Se quedó, en muchas ocasiones, con ganas de hablar más. Pero su compromiso militante se lo impedía. Cuando Josu Jon Imaz publicó aquel artículo crítico, titulado ‘No imponer, no impedir’, que se consideró un órdago a Ibarretxe, enfrascado en la preparación de su consulta, tres meses antes de la renuncia a presentarse a la reelección como presidente del PNV, el alcalde Azkuna se limitaba a decir, en privado: «Pobre Josu Jon». Compartía con él la firmeza frente a ETA y Batasuna. Una firmeza que, desde la Alcaldía, ha ejercido frente a guerras de banderas y propaganda de los presos. Una forma elegante de entender la representación que ostentaba que logró, incluso, compensar los desplantes de su partido hacia la Casa del Rey. O a la hora de defender Bilbao como sede olímpica.
Estaba en lo cierto Azkuna. El PNV nunca se atrevió a colocarle en el cartel electoral de Ajuria Enea. Quizá porque hubiera extendido su red más allá de la influencia de los batzokis. Porque el PNV oficial, el aparato, los guardianes de las esencias, temían la influencia de un candidato sobre un partido que se resistía a romper con lo identitario, en beneficio de la ciudadanía como identidad. Esa hubiera sido la gran revolución que Iñaki Azkuna habría hecho para su partido. Demasiado para algunos.
Seguramente el PNV encontrará para la próxima legislatura un sucesor o sucesora de inquebrantable lealtad al partido. Pero no volverá a tener ese mirlo blanco, imbatible en las elecciones, precisamente porque supo hacerse querer por la inmensa mayoría de ciudadanos. El azar ha reunido en el final a dos políticos de gran talla, como Iñaki Azkuna y Adolfo Suárez, que supieron estar por encima de las siglas partidarias.