El límite de la democracia

LIBERTAD DIGITAL 07/11/15 – JESÚS LAÍNZ

Jesús Laínz
Jesús Laínz

· A pesar de Waterloo, desde el fracaso de la Restauración de 1815 quedó claro que la participación del pueblo en la toma de decisiones políticas no tenía marcha atrás en eso que suele llamarse Occidente. Pero sus mismos partidarios, los liberales de la época, fueron conscientes de sus inconvenientes y contradicciones. Ya Feijoo había advertido medio siglo antes de que eso de vox populi, vox Dei era más que cuestionable, dado que el vulgo se limita a repetir con torpeza y superficialidad lo pensado por otros. Y a los sostenedores de la soberanía nacional frente a la real se les puso cuesta arriba defender la sabiduría de un pueblo que no se había alzado contra los franceses en defensa precisamente de la democracia, sino de los derechos del trono y el altar, y que, sobre todo, apoyó con entusiasmo las políticas absolutistas del infame Deseado.

Los liberales decimonónicos, a pesar de la rousseauniana consideración del pueblo como instintivo depositario de los valores más sanos de la nación, desconfiaban del que, según las circunstancias, también llamaban populacho, por verle como una fuerza brutal cuyas opiniones dependían de quién consiguiera influir en su voluntad en cada momento. Larra llegó a escribir: «La opinión pública necesita encaminarse hacia el bien: es un ciego bien intencionado; es preciso dirigir su palo». Incluso explicaron su fracaso tras la Guerra de la Independencia mediante el argumento de que la propaganda liberal, canalizada a través del papel impreso, no había podido penetrar la barrera del analfabetismo, mientras que la propaganda absolutista, diseminada oralmente desde los púlpitos, había podido llegar hasta el más ignorante.

Por todo ello llegaron a la conclusión de que sin la suficiente formación no era posible la democracia y de que la soberanía nacional sólo podía residir en la parte educada de la sociedad, no en un conjunto formado mayoritariamente por plebe ignorante. De ahí su apoyo al sufragio restringido y su empeño en arrancar la educación de manos del clero y en hacerla llegar hasta el último rincón del país.

En otras partes de Europa sucedió algo parecido. Por ejemplo, los liberales británicos que consiguieron implantar el sufragio universal a principios del siglo XX se lamentaban de que una cosa era la alfabetización universal y otra muy distinta el porcentaje de personas capaces de reflexionar antes de emitir su voto. Además, se sintieron desconcertados ante la constatación del hecho de que la mayoría de los nuevos electores estaban más interesados en apostar a las carreras que en depositar su voto, lo que, unido a la creciente influencia de los deportes de masas y la prensa sensacionalista, oscurecía el horizonte de las sociedades democráticas. Respecto a lo que sucedía en la otra orilla del Atlántico, a Rudyard Kipling le pareció sorprendente que, en los Estados Unidos de su época, cualquier ciudadano, aun incapaz de regir una familia, educar a los hijos o ganarse la vida, aun borracho, disoluto o tonto de nacimiento, pudiera pasarse la vida votando sobre un montón de asuntos ignorados por él.

Todavía durante el primer tercio del siglo XX abundaron las páginas escritas, entre otros, por Ortega, Baroja, Unamuno o Azorín explicando, con argumentos y vocabulario hoy escandalosos, su desconfianza hacia unas masas ignorantes y manipulables que podrían superar en brutalidad al peor de los tiranos. Y, para conseguir la implantación del sufragio femenino, Clara Campoamor tuvo que enfrentarse a buena parte de la izquierda opuesta a ello por considerar que las mujeres se hallaban cautivas del confesionario y, por lo tanto, demasiado inclinadas a votar a la derecha.

En el siglo XXI el paisaje ideológico ha cambiado notablemente: hoy la influencia del púlpito ha desaparecido y el nuevo dios es la televisión. Pero la esencia del fenómeno, la manipulabilidad de las masas, su dependencia de las modas ideológicas y su preferencia por la sensiblería frente a la reflexión, sigue intacta. Por ejemplo, algunos periódicos acaban de airear un estudio sociológico según el cual un porcentaje notable de los votantes indecisos se concentra en el sector de las mujeres de mediana edad. Según dicho estudio, en sus manos estará la decisión sobre el partido vencedor de las próximas elecciones generales. Si fuese cierto, Rajoy probablemente debiera ir preparando su jubilación, pues en belleza, juventud y simpatía, influyentes factores de adscripción política, no parece tener mucho que hacer frente a Sánchez y Rivera.

Pero la manifestación más evidente del fenómeno es el apabullante lavado de cerebro perpetrado por los separatistas mediante la utilización partidista de las herramientas de gobierno puestas en sus manos por el Estado de las Autonomías. En su clásico estudio sobre el totalitarismo, Hannah Arendt señaló que los movimientos totalitarios consiguen construir «una sociedad cuyos miembros actúen y reaccionen según las normas de un mundo ficticio». No es fácil describir mejor el estado anímico de millones de catalanes convencidos de que hay que odiar a España por culpa de una invasión acaecida en tiempos de Felipe V. Y a partir de ahí todo un fabuloso edificio de mentiras, imaginaciones y paranoias situadas más allá del debate.

La anticonstitucional inacción de un gobierno nacional tras otro ha logrado que los ingenieros sociales separatistas hayan podido inocular su ideario, desde su más tierna infancia, a millones de ciudadanos. Pero no mediante el conocimiento, sino mediante la manipulación; no mediante la información, sino mediante la ocultación; no mediante la reflexión, sino mediante eslóganes repetidos machaconamente; no mediante la libre discusión, sino mediante el acallamiento de las voces discordantes; no mediante la educación, sino mediante el adoctrinamiento; no mediante el razonamiento, sino mediante eficaces mecanismos sentimentales como los cantos, los himnos, las banderas, los desfiles, las antorchas, el repique de campanas, los gritos, los arrebatos, los gestos, las poses y las lágrimas.

Y lo más sonrojante de todo es que los autores de esta manipulación a gran escala acusan a sus opositores de enemigos de la democracia.

LIBERTAD DIGITAL 07/11/15 – JESÚS LAÍNZ