Ignacio Varela-El Confidencial
- El barullo que los dirigentes del PP están montando en torno a su organización madrileña no puede explicarse desde ningún punto de vista racional. Cuando lo intentan, es aún peor
Aprendiendo a jugar al bridge, alguien me dijo: «Puedes hacer cualquier jugada que puedas explicar. Pero si no eres capaz de explicarla, no la hagas por muy brillante que te parezca». Cuántos disparates se ahorrarían si los políticos aplicaran estrictamente ese criterio en sus decisiones.
El barullo que los dirigentes del PP están montando en torno a su organización madrileña no puede explicarse desde ningún punto de vista racional. Cuando lo intentan es aún peor, porque remite a lo más oscuro y detestable de la percepción social de los partidos políticos. Los códigos que rigen ese tipo de contiendas y los intereses que en ellas se ventilan son radicalmente ajenos a los de la sociedad. Por eso no hay forma de hacerlos comprensibles para el público, y su efecto es repelente.
Existe el estereotipo de que los conflictos internos de los partidos siempre los penalizan electoralmente, como si una sociedad compleja prefiriera confiar en organizaciones monolíticas de uniformidad y disciplina cuartelarias. No es cierto, al menos como principio general. Al contrario, quien posea vocación mayoritaria ha de representar un espectro ideológico y social muy amplio y diverso, y ello debe reflejarse en su naturaleza pública.
La paz de los cementerios no da votos, ni las pugnas partidarias los quitan necesariamente. Pero deben presentar alguna conexión con la realidad social y algún contenido relevante para la comunidad. Hay múltiples ejemplos de conflictos internos que resultaron necesarios y benéficos. El legendario congreso del SPD en Bad Godesberg (1959) convirtió la socialdemocracia alemana en una fuerza respetable de gobierno en plena Guerra Fría. Es dudoso que el PSOE de Felipe González hubiera triunfado como lo hizo sin pasar previamente por el choque traumático del congreso de 1979, que habilitó su imprescindible renovación ideológica. Tras perder las elecciones de 2008, Rajoy se enfrentó a una conjura interna para desalojarlo de la dirección del PP. Aceptó el órdago y, tres años más tarde, obtuvo la más resonante victoria electoral en la historia de ese partido.
La sociedad no sanciona los conflictos ‘per se’, sino los que considera inútiles por autorreferenciales o por responder a lógicas endógenas, desprovistas de cualquier relación con el interés colectivo. Y la condena se agrava si se trata de un partido que gobierna.
No hay forma de discernir qué gana o pierde la sociedad madrileña por que Isabel Díaz Ayuso ocupe o deje de ocupar la presidencia de su organización regional. No hay contenido ideológico en esa batalla, ni rastro de proyectos políticos contrapuestos, ni existe el menor indicio de que los intereses ciudadanos o las políticas de gobierno se vean concernidos por su resultado. Nadie ha sido capaz de esgrimir una razón de utilidad pública que adecente esta pelea cenutria de egos hipertrofiados.
Es más, cuando se pregunte a los madrileños, quizá comprobemos que, para el honrado pueblo, el PP de Madrid se dirige desde la Puerta del Sol. Cualquiera que sea el organigrama doméstico, no se hace nada importante en Madrid sin la aprobación de la presidenta de la comunidad. Es un clásico en los grandes partidos que, cuando se ocupa el Gobierno, la principal misión del aparato orgánico es no estorbar.
Lo habitual en los partidos es que los líderes conquisten primero la legitimidad orgánica dentro de su partido y luego la legitimidad social en las elecciones. Este es el caso inverso: Ayuso y Almeida alcanzaron antes el refrendo electoral que el poder orgánico. Cualquier proceso interno que los cuestione o debilite supone enmendar la plana a los votantes, y eso es jugar con fuego.
Desde el punto de vista táctico, todo adquiere ribetes grotescos. Después de pasar una temporada en el pozo, el PP se encontró con una presidenta y un alcalde, inicialmente desconocidos, que en unos meses rompieron por arriba los registros de aceptación popular. Gracias a un error clamoroso de sus adversarios y a su propia audacia, la presidenta convocó unas elecciones en plena pandemia y se convirtió en un icono social. Ese momento, además, marcó el punto de inflexión en el que el PP rebasó el PSOE en las encuestas y, por primera vez en años, aparece como una verosímil alternativa de poder frente al sanchismo.
Supongamos que el farol genovés va en serio y ponen un candidato frente a Ayuso. Supongamos que, tras una campaña a cara de perro, Ayuso pierde esa votación (no digamos ya si gana en las primarias y la tumban después en el congreso). La única salida digna que le quedaría es irse a su casa. Supongamos que su rival sea el alcalde de Madrid. Tras el choque de trenes, uno de los dos tendría que irse a su casa (si no sirves para dirigir tu partido, ¿cómo vas a servir para dirigir un Gobierno?). Después de tamaña hecatombe, los dirigentes del PP tendrían que pedir escolta para adentrarse en el barrio de Salamanca. Convertir a uno o dos de tus más potentes activos electorales en un juguete roto no puede ser una buena idea, se mire por donde se mire.
Convertir a uno o dos de tus más potentes activos electorales en un juguete roto no puede ser una buena idea
Y todo, ¿para qué? El único poder específico del aparato orgánico es la lapicera de las listas electorales. Pero con Teodoro o sin él, Ayuso tendrá vara alta en la lista autonómica y Almeida en la del ayuntamiento. Y en cada uno de los grandes municipios, hay contrapesos orgánicos de sobra para que lo máximo que pueda tocarse sean dos o tres nombres. ¿Realmente vale la pena poner todo en peligro por un botín tan alicorto?
Pablo Casado tiene que asumir que llegará a la Moncloa impulsado por los líderes territoriales de su partido o no llegará. Si gana, tendrá ocasión de hacer de Sánchez Bonaparte y quedarse con todo. Si pierde, nada ni nadie le librará de la jubilación política prematura. Esa es la regla del juego.
Los partidos políticos son la única organización humana que se hace daño a sí misma a sabiendas y con plena conciencia de ello. De hecho, gran parte de los fallos que se cometen en el análisis político derivan de presumir que los políticos actúan siempre conforme a sus intereses objetivos, sobre todo cuando estos saltan a la vista. “Es evidente que esto les conviene, luego lo harán”: vale para el resto de la humanidad, pero no para ellos.
Parece que toda esta movida es puramente disuasoria, a ver quién se baja antes de la carrera hacia el precipicio, pero el PP está ya peligrosamente cerca de atravesar la línea que separa la equivocación de la estupidez autopunitiva. No sería la primera vez.