Ignacio Camacho-ABC
- El señalamiento de los medios privados es un fetiche de la extrema izquierda, vieja enemiga de la libertad de prensa
El Pablo Iglesias que más gusta a los suyos es el que echaba de menos una guillotina en la Puerta del Sol, el que pedía politizar el sufrimiento, el que decía emocionarse viendo cómo apaleaban a un guardia, el que veía en ETA la denuncia pionera del mito de la Transición, el que quería que el miedo cambiase de bando. El líder insurgente y cimarrón, el descamisado caudillo revolucionario, de ceño fruncido, discurso amenazador y puño en alto. Que no es que lo haya dejado de ser para convertirse en un moderado, porque ése es su verdadero talante aunque lo haya guardado en el armario para vestir americana y vivir en una villa protegida por escuadrones de agentes armados; simplemente
procura imbuirse de un cierto aire institucional acorde con su actual cargo y airear la faceta de tribuno populista sólo de vez en cuando, en mítines electorales o en el fragor arriscado y vehemente de los debates parlamentarios. Él sabe que su fuerza está ahí, en la explotación del resentimiento, en la construcción de enemigos contra los que proyectar la rabia de los votantes cabreados. Quizá sea el único político español al que le da resultado sacar de paseo su perfil más antipático. Lo que además no le cuesta mucho trabajo; la impostura en su caso consiste en aparentar lo contrario.
Por eso resulta un sarcasmo que se queje de la «ferocidad» de la prensa. Se supone que no de toda porque también la hay que simpatiza con su causa, como debe ser en una sociedad libre y abierta. Las noticias sobre la maldita tarjeta de su ex asesora no le costarán la carrera pero parece que le importunan lo suficiente para estimular su estrategia de presentarse como víctima de una conspiración del sistema. El señalamiento de los medios de comunicación privados es un fetiche de la extrema izquierda. La caza de brujas empieza por la opinión crítica y la información molesta, luego se extiende a la indiferente y acabará por hostigar, como ya ha ocurrido en el propio seno de Podemos, cualquier atisbo de disidencia. Estos días, los pablistas han colocado bajo la diana del linchamiento -marcada con la etiqueta polivalente de la ultraderecha- hasta a Vicente Vallés, icono de la mesura periodística, por soltar incómodas evidencias envueltas en la tersa elegancia de un lenguaje de seda.
Todo es un truco muy viejo: las cloacas y tal. Excusas gastadas. Pero vamos, que el hombre de «Fort Apache» -por algo se llamaría así el programa- acuse de feroces a los demás tiene su gracia. Auhhhh, como decía «Hermano Lobo» con aquella sorna franciscana. Menos lobitos que ya no cuela la martingala; demasiada piel fina para presumir de coraza. En lo de Dina se le fue la mano y se le ha visto el cartón de la artimaña. Tiene demasiadas preguntas que responder, y si no las contesta al menos no va a poder evitarlas; así funciona, qué le vamos a hacer, esa antigualla liberal que llamamos democracia.