El mandato imperativo

IGNACIO CAMACHO-ABC

  • En la vida partidista, el instinto sectario prima sobre los reparos de conciencia y sobre el respeto al electorado

Una votación nominal para abolir el delito de sedición, como la de la otra noche en el Congreso, le habría dado un disgusto al Gobierno… en el Parlamento británico. Allí es costumbre que el primer ministro pierda la mayoría a manos de sus mismos diputados, conscientes de que antes que a su partido deben el cargo a los ciudadanos, y además proclives a ejercer su libertad de criterio sin someterse a requerimientos orgánicos. En España el mandato imperativo está expresamente prohibido pero los aparatos partidistas lo ejercen en la práctica con una firmeza compacta y sin resquicios. No sólo mediante un control de las listas tan inflexible como coercitivo, sino a través del clásico mecanismo de cohesión interna que convierte al adversario en enemigo. En 2003, el PSOE trató de poner en solfa a Aznar sometiendo la participación en la guerra de Irak al voto secreto y el resultado fue idéntico: los parlamentarios populares, muchos de los cuales tenían reparos serios, obedecieron la consigna con un rigor hermético. Sólo un puñado de sanchistas se desmarcó de la disciplina en la última investidura de Rajoy, y por cierto tuvieron premio: un año después, tras la moción de censura, algunos de ellos resultaron agraciados con puestos de relieve en diversos ministerios.

En la madrugada del viernes tampoco hubo fisuras. Los socialistas respaldaron la decisión de Sánchez blasonando de unidad robusta. A su ‘performance’ corporativa sólo le faltó la proclama de Fuenteobejuna. Es imposible que ignorasen que en buena medida estaban desafiando, más que a la oposición, a su propio electorado, la mitad del cual manifiesta en las encuestas claro rechazo a la impunidad legal del golpe separatista contra el Estado. Pero en ese momento les parecía un detalle accesorio porque estaba en juego el poder inmediato, el objetivo primordial, el núcleo aglutinante de su instinto sectario. La prioridad era doblarle el pulso a la derecha, cerrarle el paso sin dejar ninguna grieta abierta, y para eso hay que desprenderse de cualquier remilgo de conciencia e incluso de la duda razonable sobre la posibilidad de una grave equivocación estratégica. O de la desagradable idea de estar autodestruyéndose a cámara lenta.

Porque en las próximas elecciones pesará como indubitado factor clave la marcha de la economía, pero también la reiteración de las mentiras, contradicciones y promesas incumplidas, y desde luego la patente antipatía social hacia la alianza con los independentistas. Les dio igual: se trataba de mantener una lealtad suicida al presidente y al concepto de bando, de familia política. Habría que escribirlo en italiano, ‘famiglia’, y pronunciarlo como Marlon Brando, con énfasis amenazador y entonación sombría. Sólo ese sentimiento de pertenencia faccionaria explica la arrogancia complacida, el orgullo tribal con que se declararon cómplices de una ignominia.