ABC-IGNACIO CAMACHO

Al final deciden los jefes y la jerarquía del liderazgo se impone al populismo de los simulacros plebiscitarios

CUANDO algunos partidos adoptaron la providencia populista de someter a las bases sus políticas de alianzas no tuvieron en cuenta la posibilidad de hallarse en situaciones como ésta, sin tiempo material para efectuar una consulta interna. De modo que al final, en la más conflictiva de las circunstancias, la de un acuerdo forcejeado hasta el mismo límite del plazo, la decisión de admitirlo o denegarlo queda en las exclusivas manos del dirigente máximo. El criterio del jefe. Y así debe ser, en el fondo, porque en eso consiste la responsabilidad del liderazgo, que no se puede diluir ni camuflar en banales simulacros plebiscitarios. Además, el referéndum orgánico choca con el espíritu de la Constitución, que prohíbe de forma expresa el mandato imperativo de los diputados para reforzar la libertad de su cometido soberano. En la última investidura de Rajoy, por cierto, un grupo de socialistas hizo uso de esa prerrogativa votando contra la consigna del aparato. Ahora es la fuerza de los hechos la que pone de manifiesto la contradicción de ese supuesto avance democrático, que en la primera tesitura relevante muestra su carácter postizo, efectista y, en definitiva, falso.

Pablo Iglesias se blindó según su costumbre con unas preguntas amañadas que en la práctica le autorizaban a hacer lo que quisiera. La maniobra fue tan zafia que los disidentes le acusaron de ofender su inteligencia, pero después de haber plebiscitado la compra de su propio chalé no iba a pararse en bagatelas. Rivera no estaba dispuesto a preguntar a nadie su estrategia, sabedor de que corría riesgo de que sus seguidores lo contradijeran. Y Pedro Sánchez ha orillado por las bravas los estatutos que él mismo hizo aprobar para darle a su autoridad una pátina de democracia directa. Ciertamente no tenía tiempo de ratificar un pacto in extremis, pero tampoco quiso que los militantes opinaran por adelantado sobre su oferta. Su populismo de boquilla ha quedado en evidencia en cuanto la realidad del poder lo ha puesto a prueba.

Lo que queda claro es el carácter impostado de esta pretendida y demagógica superación de la función representativa. Ninguna política contemporánea puede abolir el principio de jerarquía. Los agentes institucionales pueden y deben pulsar la opinión pública, escuchar la conversación abierta en redes y medios, mostrarse receptivos a la crítica, pero no renunciar a su facultad prescriptiva ni depositar sus decisiones en una trucada delegación de soberanía. No por casualidad son los gobernantes autoritarios quienes hacen de los referendos su coartada favorita. Los nuevos líderes apelan al mecanismo consultivo para investirse de una legitimidad ficticia, pero en cuanto se enfrentan a una coyuntura neurálgica, determinante, echan mano de su indeclinable autonomía. Y hacen lo correcto; sólo les falta admitir la adolescente inmadurez de su superchería.