El mejor alcalde, el rey

NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA 06/07/13

Nicolás Redondo Terreros
Nicolás Redondo Terreros

· En España, la organización municipal ha gozado siempre de gran predicamento. Tal vez la inconstante vida de otras instituciones ha garantizado el prestigio de los ayuntamientos, al fin y al cabo entre el alcalde y el jefe del Estado no ha habido nada en muchas ocasiones, y en casos tan excepcionales como heróicos les ha correspondido a éstos la defensa de la nación ante la incomparecencia de otras instituciones. Sea por un motivo o por otro, la figura del alcalde ha gozado de la atención de nuestros clásicos, en ocasiones, de forma positiva, y en otras, no tanto. Queda suficientemente constatado en nuestro teatro clásico: El alcalde de Zalamea o El mejor alcalde, el rey son dos buenos ejemplos de ello.

Es interesante la comparación de nuestras grandes obras del Siglo de Oro, en las que el pueblo y sus representantes tienen un papel central, mientras los reyes lo tienen sólo en cuanto se relacionan con ellos, con el teatro de Shakespeare, que nos muestra la infinita gama de las pasiones humanas siempre en el ámbito simbólico de un palacio. La lucha por el poder -es el marco del bardo- y la lucha del pueblo -el de nuestros clásicos-, se enfrentan en algunas de las grandes obras maestras de Inglaterra y España, las primeras, desde la Grecia clásica, en dar al mundo grandes arquetipos que hoy todavía perduran.

Esta tradición, sin quererlo, renació durante la Transición Española, encontrándonos con ciudades relacionadas íntimamente con sus alcaldes. Buen ejemplo son Paco Vázquez en La Coruña, Maragall en Barcelona, Tierno Galván en Madrid o José Ángel Cuerda en Vitoria, imprescindibles para entender la evolución de sus ciudades en los últimos 30 años y que han protagonizado el mayor cambio en España. Los pueblos y ciudades de España hoy son irreconocibles para quien no los haya visitado en estos últimos treinta años, dando la impresión en numerosas ocasiones de que están por encima de sus verdaderas capacidades económicas y de la prosperidad de sus poblaciones.

Tal vez la ciudad que ha protagonizado un cambio más radical, y a la vez menos rodeado de alharaca, ha sido Bilbao. De una ciudad industrial, furiosamente mercantil, perfilada por humos y contaminación, en la que la ría era el pulmón, en palabras dictadas por el romanticismo primerizo de Unamuno, hemos pasado a una ciudad de servicios, enjaezada eficientemente por los dos grandes museos, un metro que se ha demostrado vertebrador de la ciudad, una ría integrada en la vida cotidiana de los bilbaínos, y una incipiente vocación cosmopolita que puede entroncar con un liberalismo tan pretérito, que creímos desparecido por la avalancha identitaria y la primitiva violencia etarra que buscaba con ahínco dramático devolvernos a un nebuloso pasado de endogamia primitivista.

La gran transformación de Bilbao tiene su origen en una voluntad de acuerdo que congregó a todas las administraciones: la municipal, la foral, la autonómica y la central. Vocación que igualmente pareció sucumbir ante la quiebra social que impuso el terrorismo, pero que de vez en cuando aparecía con fuerza. El metro fue una apuesta de los socialistas en su primer gobierno de coalición presidido por Ardanza, y fue apoyada sin reservas de ningún tipo por el ayuntamiento de Bilbao y sobre todo por la Diputación Foral, instituciones presididas ambas por los nacionalistas. El museo Guggenheim, por el contrario, fue una iniciativa nacionalista, -¡Ay Arregui que pronto se olvida a los que tanto contribuyeron a la transformación de Bilbao!- apoyada por los socialistas vascos a pesar de las suspicacias de algunos de ellos, preocupados por la competencia que podía perjudicar a su ciudad. Esta transformación se gestó en medio de un entusiasmo ciudadano, amordazado por el terrorismo etarra que seguía golpeando sin miramiento alguno a una gran mayoría de bilbaínos ilusionados con las nuevas opciones que se abrían ante sus ojos.

Pero si algo es seguro, si algo es cierto, es que todo ha sido posible por la inteligencia y moderación de un personaje que sin renunciar a sus posiciones quiso y pudo integrar a las diferentes corrientes ideológicas que han venido manifestándose durante mas de cien años en la Villa de la Ría. Ha defendido la figura y la obra del bilbaíno más ilustre: Miguel de Unamuno, que supo llevar su ciudad natal allí donde fue, muy especialmente a Salamanca donde tuvo su actividad docente, que tanto le caracterizó, y el enfrentamiento entre su inteligencia insobornable y la ignorancia calzada de botas militares.

Su campechanería, sin perjuicio de su cosmopolitismo, le ha hecho ser querido por encima de las siglas, algo que probablemente tenga su origen en su profesión médica y que ha sido aprovechado por él para dar la vuelta a la ciudad como a un calcetín. Me estoy refiriendo, como habrán podido ya aventurar, al alcalde de Bilbao, Iñaki Azkuna quien, sobreponiéndose a una larga y dura enfermedad, presidió en Bilbao hace tres semanas el Foro Mundial de Alcaldes con la asistencia del Príncipe de Asturias. Los bilbaínos han tenido la suerte de contar, en el momento oportuno y en el lugar adecuado, con una persona como Azkuna, y me agrada, en medio de un sectarismo rampante y un patriotismo de sigla sofocante que domina actualmente el escenario político español, poder hacer pública mi admiración por el regidor de Bilbao. Al fin y al cabo estamos ante el mejor alcalde del mundo? ¡Qué menos para la villa que sobrevivió un largo asedio a base de bacalao!

Nicolás Redondo Terreros, presidente de la Fundación para la Libertad.

NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA 06/07/13