REBECA ARGUDO-ABC

  • Tanto Samantha como Lilith están convencidas de que el esfuerzo y el mérito no son importantes ni necesarios

Samantha Hudson dice hoy que la meritocracia no existe, como Lilith Verstrynge decía ayer que lo que importa no es el esfuerzo sino el código postal. No puedo menos, en su caso, que darles toda la razón. Entiendo que Samantha Hudson no crea en el mérito cuando se ve triunfando, sin más talento que cierto desparpajo y haber escandalizado al obispo de una isla con un trabajo escolar, ejerciendo de hijo imposible de Rosita Amores y El Titi con un chin de identidad de género autopercibida. Que es lo que le da el toque ‘posmo’ y le separa de las ‘varietés’ de toda la vida. Y entiendo que Lilith Verstrynge piense que el éxito llega con el código postal y el entorno. Que el 28028 de Madrid no es mala zona precisamente (barrio de Salamanca, a más de 5.000 euros el metro cuadrado), ni las amistades de Papá Verstrynge un ambiente hostil en el que criarse.

Tanto Samantha como Lilith están convencidas de que el esfuerzo y el mérito no son importantes ni necesarios. Porque no los han necesitado para estar donde están. Y así, como lo sienten, lo dicen. Desde su particular experiencia y en primera persona, colectivizando y universalizando cada íntimo traumita y personal convicción. La primera, en calidad de triunfadora que ha llegado a lo más alto desde lo más bajo, critica el sistema y les explica a chavales que quieren conseguir lo mismo que ella que el talento y el esfuerzo no sirven de nada. Que abracen el fracaso. La segunda, como representante hipermotivada de la clase trabajadora, convence a otros que no han tenido la suerte de su cuna de que hay un injusto sistema de castas establecido que les oprime y contra el que ella se rebela. España, mañana, será republicana.

Y una audiencia lobotomizada, adicta a la superchería ‘lowcost’ con efecto placebo, asiste a tal ejercicio de trilerismo dialéctico sin que se les dispare la disonancia cognitiva y aplaudiendo fervorosamente. Es lo que tiene la magufería ‘new age’: que absuelve. A pocas ganas que uno ponga, es víctima de una inevitable injusticia de la que no es responsable en absoluto. Lo será el capitalismo, que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. O, según el caso, el heteropatriarcado, la transfobia, el racismo, la homofobia, la aporofobia o el edadismo. O cualquier otro término que sirva para designar a aquel que deteste o pudiere detestar (ojo al condicional) al grupo identitario con que nos identifiquemos. Y a cuya pertenencia podamos achacar, resignados, todo lo malo que ocurra. Y desde esa confortable e irremediable derrota solo cabe la admiración hacia las Samanthas y las Liliths que, conscientes de la opresión, se sublevan, valientes ellas, y alzan la voz. Sin reparar en que no se puede ser al mismo tiempo un problema y su heroica solución.