VÍCTOR ANDRÉS-MALDONADO – EL PAIS – 28/11/15
· El nacionalismo sigue un procedimiento precientífico: parte de una conclusión irrefutable, como es la existencia de una nación y busca los argumentos que la justifiquen.
Desde que Descartes sentó formalmente las bases del método científico en su Discurso del método, allá por el siglo XVII en los albores de la revolución científica, sabemos que la búsqueda del conocimiento, de la verdad, se sustenta en la razón, a través de la cual y partiendo del planteamiento de unas hipótesis y de las subsiguientes deducciones nos permite sacar unas conclusiones (tesis) que tienen que ser contrastadas con la realidad. Por consiguiente, dichas hipótesis o proposiciones tienen que poder ser refutadas en el caso de que nuestras conclusiones no sean refrendadas por esta última.
Sin embargo, el nacionalismo practica un método que podríamos calificar de pre-científico, más acorde con el método escolástico, propio de la época medieval. Un método milenario, acorde con la antigüedad de la nación que propugna. Un método que intentaba “racionalizar” la existencia de Dios, verdad absoluta pre-existente, utilizando las ideas y propuestas de filósofos anteriores, pero sólo y únicamente cuando éstas sirvieran a su propósito.
El nacionalismo catalán hace un ejercicio similar, pues partiendo de una conclusión (tesis) irrefutable, como es la existencia de una nación y, por lo tanto, portadora de soberanía propia, busca los argumentos que la justifiquen. Tarea difícil, pues en el fondo es una forma de “racionalizar” un sentimiento que como tal escapa a la razón. Además, la reacción del nacionalismo ante el “método científico” aplicado a la discusión de la posible existencia de su nación (como hacen la gran mayoría de intelectuales actuales) es también similar al de la Iglesia ante la revolución científica de hace 500 años (como por ejemplo con Galileo): la condena y la exclusión de la comunidad nacional. Curiosas coincidencias.
En su ardua tarea de demostración de la existencia de la nación catalana, el nacionalismo en sus distintas versiones políticas ha ido avanzando diferentes hipótesis con mayor o menor grado de sofisticación. En primer lugar, acudió a la existencia de unas características distintivas como son una lengua, tradiciones, cultura e historia propias. Sin embargo, éste tipo de justificación de carácter etnicista, más acorde con el romanticismo de la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del XX que con el concepto republicano de ciudadanía (propio del siglo XXI), donde los derechos y libertades individuales son iguales para todos, es difícil de vender en Europa.
Quizás por ello, en una pirueta intelectual, esta argumentación se recondujo hacia el más etéreo concepto de «voluntad de ser nación» atribuida a los catalanes en su conjunto para apartar del debate todo atisbo étnico, pero que esconde una circularidad auto-definitoria que lo deja desnudo ante los embates de la razón. Además, es difícil de conciliar con la realidad tanto dentro de Cataluña, donde las identidades nacionales son plurales y una mayoría de catalanes tienen como lengua materna el castellano, como dentro de otras CCAA (principalmente Valencia y Baleares) donde el catalán es también lengua oficial pero donde dicha «voluntad de ser nación» es muy minoritaria.
El segundo bloque de justificaciones se basa en una supuesta discriminación y maltrato hacia Cataluña por parte del Estado español, lo que ha llevado al nacionalismo a considerar como periclitado el pacto constitucional de 1978. Maltrato centrado en ataques a la dignidad de Cataluña y en un expolio fiscal evidente. Aparte del hecho de que la dignidad pertenece exclusivamente a los seres humanos y no a los territorios, se entiende que dicho ataque se refiere a la lengua y al intento de recentralización de competencias o recorte del autogobierno. Curioso ataque a la lengua en un territorio donde la inmersión en catalán es obligatoria en el sistema educativo (a pesar de las sentencias judiciales en su contra) y las administraciones públicas catalanas la utilizan casi exclusivamente.
En cuanto a las disputas competenciales, el razonamiento parece mejor sustentado cuando se constata el importante número de casos ante el Tribunal Constitucional, lo que evidencia la necesidad de reformar dicho capítulo de la Constitución con el fin de delimitar claramente esta cuestión. Por lo que se refiere al expolio fiscal (los famosos 16.000 millones de euros), ya se ha escrito lo suficiente para, como mínimo, poner en cuestión tanto los importes (dependen del método de cálculo) como su materialización en tanto que dividendo fiscal en caso de secesión (dependería de las consecuencias económicas derivadas de la misma). Sin olvidar que el actual sistema de financiación de las CC AA fue pactado entre la Generalitat y el Gobierno Zapatero. Sin embargo, es verdad que este último elemento ha promovido la causa de la independencia entre un buen número de catalanes, lo que dice más sobre su interés en mantener una economía personal saneada que de su verdadera «voluntad de ser nación».
No es aceptable el argumento de que se ataca a la lengua catalana. La inmersión en catalán es obligatoria en el sistema educativo, a pesar de las sentencias judiciales en su contra.
Pero visto que las argumentaciones anteriores no terminan de convencer a la mayoría de catalanes (como demostró el pasado 27-S), la idea que cobra fuerza en los últimos tiempos es la necesidad de tener un Estado para asegurarse que las políticas llevadas a cabo en Cataluña son las adecuadas a las necesidades de los catalanes y no a las del conjunto de todos los españoles. En este contexto, la supuesta izquierda nacionalista la presenta de una manera más acorde con sus principios: es necesario crear una república catalana para poder hacer políticas sociales dignas de ese nombre, lo que hoy en día es imposible con el PP en el Gobierno central.
Idea inicialmente atractiva si no fuera por dos consideraciones que la ponen en duda: primero, los costes de transición de la independencia (salida de la UE, recesión económica derivada de la reducción del comercio y las inversiones, reducción del nivel de vida de los ciudadanos); segundo, la incertidumbre sobre el tipo de Estado que surgiría, ya que tanto en términos políticos como económicos podría ser más parecido al actual (donde los sucesivos Gobiernos de Artur Mas se han destacado por los recortes y rebajas al estado del bienestar y donde la corrupción ha anidado en los principales partidos políticos catalanes) que a un idílico estado igualitario. Además de la insolidaridad hacia ciudadanos de otras CC AA de renta inferior que una secesión supondría.
Por si fuera poco, este argumento casa mal con una realidad económica y política de soberanías compartidas derivadas de los procesos de integración europea y de globalización: por ejemplo, ¿cómo se justificaría la pertenencia de una Cataluña independiente a la UE ante el hecho de que actualmente una gran parte de las decisiones que afectan a los ciudadanos se toman en Bruselas teniendo en cuenta el interés general de todos los europeos y no solo de los catalanes?, o ¿su permanencia dentro del euro, con el condicionamiento que ello supone en términos de política presupuestaria y macro-económica?, o ¿en la OTAN, o en la OMC, etc…..? Al menos en este tipo de cuestiones, la CUP es coherente al propugnar una salida de Cataluña de estas organizaciones.
En definitiva, el mundo al revés: en lugar de colocar a la razón y, por ende, a la pluralidad y la convivencia, en el lugar preponderante que le corresponde en el mundo de hoy, de lo que se trata es de la aplicación del método escolástico o la racionalización de la fe, de la fe nacionalista.
Víctor Andrés-Maldonado es licenciado y MBA por ESADE. Fue funcionario de las instituciones de la UE durante el periodo 1986-2012.