Miquel Giménez-Vozpópuli

Son muchas las cosas que podríamos decir acerca de lo que tienen en común ambos sujetos: narcisismo, carencia de escrúpulos, cesaropapismo, desprecio por la ley y así podríamos llenar páginas y páginas. Pero el más destacable es harto singular: miedo. Que ese sea lo que más une a esos embaucadores, esos vendedores de crecepelo del lejano Oeste, esos anunciantes de videncia que llenan las madrugadas en nuestros televisores, es curiosísimo. Estando condenados a entenderse, puesto que si cae uno lo hace también el otro, no se concibe tal cosa. Pero existen indicios más que razonables para asegurar que tanto Sánchez como Puigdemont tienen miedo. Mucho miedo. El del primero, como es lógico, es el miedo a no ser investido, abandonar la presidencia del gobierno y tenerse que enfrentar a un partido en el que los que hoy callan aborregadamente se volverán de sopetón unos héroes dispuestos a renovar el mismo partido que ellos permitieron destruir. Es lo de siempre. El chaqueterismo político es proverbial en los partidos políticos y, singularmente, en el PSOE. Más de uno debe su cargo a, simplemente, carecer de criterio propio. El socialista puede vanagloriarse de valer más por callarse por miedo que por decir lo que opina. Sánchez, que ha formado parte de esa masa gris, ambiciosa, acéfala, pelota y, justamente por todo ello muy peligrosa, sabe que a la que deje Moncloa lo van a guillotinar delante de Ferraz. Tiene miedo, porque no concibe su vida, política y privada, sin el Falcon, las alfombras rojas, los discurso eternos en TVE y ese teléfono que cuando lo descuelgas tienes la absoluta certeza de que quienes están al otro extremo del hilo van a perder el culo, con perdón, para hacer lo que les ordenes. Puro vértigo a la nada de la que salen los mediocres, miedo a dejar de ser lo que se fue. Un miedo que ha llevado a lo largo de la historia a auténticas desgracias.

El chaqueterismo político es proverbial en los partidos políticos y, singularmente, en el PSOE. Más de uno debe su cargo a, simplemente, carecer de criterio propio. El socialista puede vanagloriarse de valer más por callarse por miedo que por decir lo que opina.

El miedo de Puigdemont es parecido en cierta manera. Teme la irrelevancia, de ahí su lucha con Junqueras para ser quien llega primero a todos los sitios, aunque sean insignificantes. Tiene miedo a ser olvidado, a no tener lugar en la política catalana, a convertir la casita de Waterloo en un museo de cera en el que se exhiban él y sus acólitos. Tiene miedo a la vida, igual que Sánchez, porque ninguno sabría qué hacer con ella ni cómo ganársela dado que su existencia ha orbitado siempre alrededor del planeta de la subvención y el sillón oficial. Hasta ahí, las semejanzas, pero el pastelero de Amer tiene otro miedo singular, hondo, que le provoca una ansiedad tremenda. No se fía de Sánchez, ni de la justicia española ni de nadie que no sea él mismo. Una de las preguntas que más formula estos días es “¿Quién me dice que Sánchez me concede la amnistía, pero el texto presenta algún resquicio por el que cualquier juez pueda meterme en la cárcel?”. Y se lo pregunta a Comín, a su abogado Boye, a su círculo más íntimo y al primero que se le pone delante. Porque Puigdemont siempre ha sido un miedica que se las daba de héroe y todavía no es consciente de que la heroicidad no se gana dentro de un maletero. Ese miedo y el placer oscuro que le produce tener a España en jaque lo hacen dilatar al máximo el orgasmo de anunciar que han llegado a un acuerdo. Eso, y que el aparato jurídico de Junts está revisando con lupa el texto propuesto y pactado de la amnistía una y otra vez, por miedo a que la posibilidad de acabar en el hotel rejas pudiera materializarse. De ahí las dilaciones, de ahí los silencios, de ahí el suspense. El miedo a que, después de todo este terrible embrollo, vayamos a elecciones de nuevo y muchos de los seguidores de éstos tipos éstos se pregunten que para qué tanta comedia. El ridículo que no soporta un autoritario, vamos. Eso lo explicaría todo. Porque el miedo al ridículo engendra la peor cobardía, como dijo André Gide.