El militante cualificado

ABC 09/05/14
IGNACIO CAMACHO

· Aznar fue a presentar a Cañete con la educada distancia afectiva de un padre divorciado en la Comunión de un hijo

Enteco, fibroso, moreno, con su habitual expresión más seria que solemne, José María Aznar levantó ayer en Madrid una obra maestra de elusión retórica. En un discurso de quince minutos, pronunciado para presentar a Arias Cañete, se las apañó para cumplir de forma escrupulosa con el encargo sin mencionar una sola vez al Gobierno actual ni a su presidente. Con elocuencia distante y metálica peroró sobre su amistad con el candidato, ponderó sus cualidades y evocó los tiempos compartidos con él en la oposición y en el poder; reiteró con enfático empaque su propia lealtad y compromiso con el partido del que ambos forman parte; advirtió con sentenciosa responsabilidad sobre los peligros que acechan a la construcción europea y apeló a la necesidad de votar al PP para conjurarlos. Incluso tuvo un recuerdo explícito y agradecido para Jaime Mayor Oreja. Cumplió su papel de introductor con impecable formalidad y sin permitir una sombra de duda sobre su respaldo a la causa. Pero en los cuatro folios largos del discurso no figuraba, ni era posible encontrarla entre líneas, una alusión, una cita o una referencia a Mariano Rajoy, a su liderazgo o a su Gabinete. Nada.

En realidad, Aznar sabía que el mensaje no era su alocución, sino su presencia. Él mismo. La convocatoria reunía una expectación palmaria que administró y moduló con estudiada y cordial frialdad, evitando el morbo de un protagonismo estridente, aunque no logró ahorrarse un irónico gañafón al dirigente pepero que días atrás lo definiese como un militante cualificado del partido: «Condición que acumulo con sincero agradecimiento –apostilló con retranca– a la de presidente de Honor». No fue cálido, ni simpático ni entusiasta porque ni lo quería parecer ni jamás lo ha sido. Midió al detalle cada palabra y cada omisión, cada expresión y cada ausencia. No dejó resquicio a ningún reproche, pero tampoco añadió un ápice de afecto ni una concesión más allá del protocolo. Cuando se refería al PP hablaba de su propio proyecto, con deliberada abstracción de la nomenclatura en ejercicio; la única ocasión en que aludió al Gobierno fue para agradecer su asistencia a la vicepresidenta y a los dos ministros presentes. El desapego fue ostensible, y el ninguneo, manifiesto: allí no estaban más que él, Cañete y el ideal político cuya legitimidad de origen reivindica sin disimulo.

Al final, el entorno gubernamental respiraba aliviado. Las relaciones con Aznar son glaciales, de una hostilidad cada vez menos soterrada, y el marianismo temía algún rapapolvo explícito o al menos una crítica encriptada, elíptica, susceptible de convertirse en carnaza de debate mediático. Nada de eso hubo; el guión se cumplió con disciplinada corrección, juiciosa sensatez y discreta avenencia. Solo quedó flotando en el ambiente el educado, hermético, cortés distanciamiento de una pareja divorciada en la Comunión de un vástago.