JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

  • Que los catalanes vuelvan a pintar en Madrid —los vascos no han dejado nunca de hacerlo— es bueno para Cataluña, para el conjunto de España y para la convivencia
El gran historiador catalán —el de referencia— es Jaume Vicens Vives, que alcanzó la cima de su notoriedad con la obra ‘Noticia de Cataluña’ (1954). Un libro que todos los ciudadanos debieran leer para tratar de entender la idiosincrasia de los catalanes, nuestros compatriotas. En el capítulo 9 de ese relato, Vicens Vives se refiere al Minotauro, un monstruo mitológico griego, que el historiador describe como una metáfora del poder. “Hay pueblos —escribe el autor— que están familiarizados con él, otros no saben cómo tratarlo. Este último es el caso histórico de Cataluña”.

Para las clases dirigentes catalanas —a diferencia de las vascas—, el gran Minotauro es el poder del Estado español, del que siempre han desconfiado y al que nunca se han incorporado de manera franca y abierta. Como escribía Vicens Vives, “no saben tratarlo”. Por eso, la presencia de catalanes en las instancias estatales constituye un elemento de integración de primer orden. Y su escaso enrolamiento en los más altos cuerpos funcionariales de la Administración General, un déficit que expresa ese distanciamiento catalán del concepto de lo estatal.

Los españoles que asumimos nuestra nación en su unidad y en su diversidad, que entendemos el espíritu de convivencia histórico que significó incorporar el concepto de nacionalidades en la Constitución y la consagración de su autonomía y la de las regiones en una monarquía parlamentaria de carácter plural, tendríamos que superar algunos apriorismos negativos y celebrar que catalanes —de izquierdas o de derechas— sean nombrados ministros del Gobierno y estén al frente de empresas públicas, de organismos autónomos y de otras instituciones.

Desde Cataluña, se ha servido a la democracia española con gran vanguardismo en la Transición con dos padres constitucionales —Solé Tura y Roca Junyent— y con algunos ministros del PSC de gran relevancia, como Narcís Serra (Defensa) y Ernest Lluch (Sanidad), sin olvidar a otros como José Montilla (Industria), luego presidente de la Generalitat, o Joan Clos, primero alcalde de Barcelona y luego responsable de Industria.

Ha habido otros también del Partido Popular —y sin ánimo de agotar la lista de socialistas y conservadores—, ahí están los nombres de Josep Piqué (titular de hasta cuatro ministerios bajo la presidencia de Aznar), Anna Birulés (Ciencia y Tecnología) y Julia García-Valdecasas (Administraciones Públicas), sin dejar de constatar que tanto Felipe González como José María Aznar quisieron incorporar a sus gobiernos a nacionalistas moderados —el caso más claro fue el de Durán Lleida—, a lo que siempre se opuso Jordi Pujol, que prefirió comprometerse solo con la gobernabilidad de España, pero desde fuera del Consejo de Ministros y con intenciones que, valoradas ahora, no siempre fueron leales.

Esta mayor presencia catalana en el Gobierno de España es ya posterior a la afirmación de Vicens Vives que adquiere una enorme vigencia contemporánea: “Jugamos poco limpio con el Minotauro. Y de ahí procede, a mi parecer, una decepción histórica sensacional: la de un pueblo que se halla sin voluntad de poder, sin ganas de ocupar su palacio ni de manejar ninguna de sus palancas”. Bien, pues hoy por hoy, hay catalanes en las estructuras del Estado. Meritxell Batet es la presidenta del Congreso y de las Cortes Generales, y en la legislatura anterior, el barcelonés Manuel Cruz presidió el Senado y hoy está al frente de la Comisión General de las Comunidades Autónomas en la Cámara Alta. ¿Se conoce suficientemente que Maurici Lucena, otro socialista catalán, es presidente de AENA, cuya principal infraestructura es el aeropuerto de Barajas?

En la medida en que los dirigentes catalanes se impliquen en el Estado, la vinculación entre territorios estará mejor garantizada

La incorporación al Consejo de Ministros de Miquel Iceta, en el departamento de Política Territorial y Función pública, manteniendo la condición de primer secretario del PSC, es una buena noticia, sin perjuicio de las críticas concretas que puedan realizarse a su trayectoria. Se trata del máximo dirigente del socialismo catalán, competente ahora en materia autonómica y función pública, mientras el exministro de Sanidad Salvador Illa aspira a la presidencia de la Generalitat, ostentando también la responsabilidad de la secretaría de Organización de su partido, el PSC.

Esta situación, como cuestión de fondo y trascendiendo a las personas, tiene una significación positiva porque en la medida en que los dirigentes catalanes —en este caso, socialistas— se impliquen en la gestión del Estado en tanto que estructura de poder de la nación española, de sus nacionalidades y regiones, la vinculación entre las diversas sociedades de España y de sus territorios estará mejor garantizada.

Los catalanes, en general, han de superar la visión del Estado como la del Minotauro, ese poder extraordinario e intimidante que les ha llevado, como también escribía, Vicens Vives, a comportarse como un “pueblo más rebelde que revolucionario, entendiendo por rebelión el estado de protesta permanente y por revolución, el de protesta constructiva”.

A determinados efectos, hay que ir al meollo de las cosas y no quedarse en la anécdota. Es necesario que en el futuro, una vez superado el nuevo fracaso histórico del separatismo catalán, con esa tendencia suya ciclotímica y recidivante, no vuelvan a escribirse libros tan nostálgicos como el de Josep López de Lerma titulado ‘Cuando pintábamos algo en Madrid’ (EDLibros). Que los catalanes vuelvan a pintar en Madrid —los vascos no han dejado nunca de hacerlo— es bueno para Cataluña, es bueno para España y es bueno para la convivencia. Lo que está ocurriendo puede observarse desde muchas perspectivas y hacerlo con mirada larga nos evitará —a unos y a otros— frustraciones crónicas.