- Como cada año les tocó algo de lotería a vascos y catalanes y –¡oh sorpresa!– como siempre resultaba imposible distinguirlos del resto de los españoles
Al mediodía comimos estupendamente en un restaurante del centro de Bilbao. Al despedirnos, el dueño nos deleitó, por supuesto, con la ya clásica rajada anti-Sánchez que hoy escuchas por toda la geografía española. A la noche bajamos a echar un vino, «un pote», que dicen allá. Me tocó pedir una ronda y como aquello estaba petado tuve que aguardar un rato y me dediqué a observar al paisanaje. Me vino entonces a la mente una idea asombrosa, supongo que totalmente descabellada: el ambiente que allí veía, la manera de comportarse y las pintas de la tropa, eran exactamente iguales que si estuviese metido en un bar de Zaragoza, Madrid o Badajoz. Hice un esfuerzo supremo, pero no logré detectar el famoso hecho diferencial que impide que los vascos sigan siendo españoles un minuto más (tesis, por cierto, que resulta un tanto contradictoria con el hecho de que solo el 13 % de los que allí viven quieren hoy la independencia, según la encuesta que acaba de publicar la Universidad de Deusto, un sondeo que prueba la profunda estupidez política de Sánchez al rendirse a Bildu).
En aquel fin de semana bilbaíno nos subimos a un par de taxis. Uno de ellos lo conducía un tipo enjuto y pequeño, que fumaba tabaco de picadura y tenía pinta de utillero de Extremoduro, o algo así. En la radio del coche estaban narrando un Athletic-Celta. Por charlar un poco le preguntamos si era muy forofo del Athletic. «No, a mí lo que me interesa sobre todo es la selección de Euskadi, los nuestros», zanjó con aplomo, antes de abundar en la idea de que a él realmente solo le atraía «lo vasco». Al margen de esa fijación resultó una chaval agradable y cuando le pagamos nos tendió su tarjeta por si queríamos llamarlo para algún otro desplazamiento. Al ver el nombre de aquel nacionalista entusiasta se me volvió a caer el mito identitario: «Alfonso Vázquez», rezaba su tarjeta.
Idénticas sensaciones tengo cada año con el sorteo de la Lotería de Navidad, que tal vez por eso es odiado por los separatistas catalanes, que intentaron sin éxito crear uno apropiadamente identitario. Los premios navideños siempre se reparten por casi toda España. Como las televisiones dan una plomada impresionante con las celebraciones acabas viendo un repaso del personal de aquí y de allá. Este año le tocó a gente de Madrid, La Coruña, Barcelona, Ermua, Jaén… etc. Y siempre lo mismo. Idénticas fisionomías y manera de vestir, con mucho plumas los mayores y mucha sudadera de capucha los chavales. Idéntico cava peleón para la euforia, o la misma cerveza Mahou o Estrella Galicia. Idénticas declaraciones de júbilo y –¡oh supremo pasmo!– en perfecto y espontáneo español, también en el caso de los vascos y catalanes, los singulares pueblos elegidos que merecen según el PSOE un trato VIP y unas leyes diferentes, dado que su apabullante hecho diferencial los eleva sobre la chusmilla de poca monta que somos el resto de los españoles.
En fin, vivimos en una impostura inmensa, que solo ha logrado semejante influencia política por la imperdonable felonía del PSOE. Y allá ido, por cierto, nuestro gran líder de la oposición a hacerse fotos a la mayor gloria de Mi Persona, que por supuesto no ha movido un meñique en lo medular: la amnistía y el cuponazo para Cataluña, que junto a la consulta en lontananza es lo que le ha permitido comprar los escaños para okupar el poder sin ganar las elecciones.
A los separatistas les ha tocado el Gordo con su rehén de la Moncloa. Al resto de los españoles, ni la pedrea. Es más, empezamos a correr el riesgo de que se queden hasta con los bombos. El PSOE les ha comprado su fábula a los nacionalista y con esa traición le ha creado a España un enorme problema que se pudo haber evitado.