Se propone como ideal para el País Vasco una ‘sociedad mestiza’, con lo cual se oculta, aunque sea bajo capa de discurso buenista, que ya somos una sociedad mestiza, una de las sociedades más mestizas del mundo.
Cualquiera de mis amables lectores creerá como verdad obvia que cada uno tiene los abuelos que tiene, que la historia familiar de cada uno es algo que viene dado inexorablemente por la biología, que en ese terreno no hay capacidad de elección. Craso error: es más cierto que cada uno tiene los abuelos que elige tener. Y no me refiero en este momento a nuestro presidente del Gobierno, aunque el suyo sería un perfecto ejemplo del fenómeno de reconstrucción selectiva del pasado familiar por motivos ideológicos, sino a las comunidades sociales en general. Vean ustedes el caso de los hispanoamericanos actuales: todos ellos sienten como algo natural, sin reflexionarlo mucho, que sus antepasados son los indígenas americanos y que los españoles o portugueses fueron unos conquistadores/colonizadores que pasaron por allí y fueron finalmente expulsados en la Independencia. Cuando lo real y cierto es que casi todos los hispanoamericanos de origen europeo descienden de los odiados conquistadores, reconvertidos luego en criollos, que aquellos europeos y no los autóctonos son sus abuelos. Pero esa realidad biológica indiscutible cede ante una realidad social más fuerte: la cultura latinoamericana privilegia una descendencia mítica originaria como elemento esencial de su construcción colectiva de identidad.
Este fenómeno de reconstrucción selectiva del pasado se produce entre nosotros los vascos con una intensidad inigualada en ningún otro lugar del mundo. Por dos razones: porque, por una parte, constituimos una de las sociedades con mayor nivel de mezcla demográfica del mundo, somos un caso excepcional (y además reciente) de mestizaje. Y porque, a pesar de ello, hay pocas sociedades que se vean a sí mismas como tan cultural y demográficamente puras como la nuestra. Aquí hablamos todos de nuestros antepasados vascos, de esos aitites y amonas que pueblan nuestro pasado. «Nos ancêtres les gaulois», recitaban los niños argelinos en las escuelas de la época de la colonización francesa. Aquí no sólo lo recitamos, es que nos lo creemos.
Los datos objetivos están ahí, en los estudios demográficos sobre padrones poblacionales. Nos dicen que, por ejemplo, en el País Vasco en conjunto hay sólo un 39% de habitantes autóctonos de segunda generación, es decir, que tanto ellos como sus padres hayan nacido en Vasconia. Para hacerse idea de lo que ese porcentaje significa, basta señalar que en Galicia ese nivel es del 88%, y en Andalucía del 86%. Sólo la Comunidad de Madrid, que tiene uno del 21%, está por debajo del índice vasco de autoctonía en el conjunto de España. Por ejemplo, en Vizcaya sólo el 15,63% de habitantes tiene sus dos apellidos vascos, mientras que el 59,50% no tiene ninguno de ese origen (y el 24,89% tiene por lo menos uno). Por ejemplo, sólo hay un municipio vasco, el de Beliarrain en Guipúzcoa, en el que todos los habitantes tienen algún apellido vasco (pero posee sólo 99 habitantes). Por ejemplo, en los 27 municipios que forman la conurbación bilbaína (que agrupa al 43% de la población vasca y al 78% de la vizcaína) sólo el 10% tiene los dos apellidos vascos, mientras que el 66% no tiene ninguno.
Todos estos datos sólo tienen una lectura, que además es ampliamente ‘sabida’ por todos: la mayoría de nosotros no somos autóctonos vascos, nuestros ancestros están repartidos por la península, sobre todo por Cantabria, Castilla y León y Extremadura. Pero que una realidad sea ‘sabida’ no significa que sea socialmente ‘percibida’ o ‘sentida’. Una cosa es lo que nos dice la fría razón y otra la que nos decimos intersubjetivamente. Y, sobre todo, otra cosa es lo que dice la cultura hegemónica que permea nuestra comprensión del mundo. Y ésa lo tiene claro: nuestros antepasados están aquí. Nuestra historia es la de un pueblo vasco idéntico a sí mismo desde hace 7.000 años.
Lo más preocupante de esta reconstrucción selectiva de la composición de la sociedad vasca es que llega incluso a imponerse a quienes por su ocupación de sociólogos de la inmigración debieran ser críticamente conscientes de ella. Y así, el discurso intelectual ante el actual fenómeno migratorio sigue utilizando categorías como las de ‘integrar culturalmente’ o ‘mezclar’ a los inmigrantes, lo que implícitamente presupone que nosotros somos de alguna forma puros, que nosotros somos ‘de aquí’ y ellos ‘de allí’. Cuando no hay un aquí y un allí significativos sino en una mente alienada por la cultura hegemónica. Se propone ‘una sociedad mestiza’ como ideal a lograr, con lo cual se oculta, aunque sea bajo capa de discurso buenista, que ya somos una sociedad mestiza, que somos una de las sociedades más mestizas del mundo. Se habla de ‘nuestra cultura’ y ‘su cultura’ como si se tratase de esferas cerradas que es trabajoso conectar, cuando en realidad eso que llamamos nuestra cultura es un desparrame informe de influencias diversas. Se reconstruye así, aunque sea con otras categorías e intención, el mito de la pureza originaria del solar.
Que el PNV, el partido que convirtió en problema existencial la inmigración de antaño, siga hoy con ese discurso es normal y hasta divertido. Pero que lo integren acríticamente nuestros científicos sociales, eso sí que es preocupante.
José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 28/2/2010