LUCÍA MÉNDEZ, EL MUNDO – 30/08/14
· El hara kiri de Jordi Pujol me pilló leyendo un libro sobre los mitos. Mejor dicho, contra los mitos. El pensador británico John Gray, misántropo de nuestro tiempo y empeñado en la destrucción de mitos se emplea a fondo en El silencio de los animales. Sobre el progreso y otros mitos modernos. Gray desmonta con punzante prosa y muchos ejemplos que los presuntos avances de la humanidad hacia un mayor raciocinio no son reales, sino pensamientos míticos. «Para aquéllos que viven dentro de un mito, éste parece un hecho obvio. Cuando se les arrebata la fe en el futuro, se les quita también la imagen que tenían de sí mismos (…) Sin esa fe dejan de encontrarle sentido a la vida». Lo dice en relación con unos británicos que perecieron en el Congo por no encontrar sentido a la vida fuera del progreso de las multitudes civilizadas.
Pero la reflexión vale para casi todos los mitos. Incluidos los de carne y hueso como Jordi Pujol. No es nada fácil recomponerse de la destrucción de un mito. Ahí están los dirigentes de CiU como pollos sin cabeza desde que supieron que el mito de Pujol no era un «hecho obvio», como ellos creían. Ahí está la intelectualidad catalana, intentando encontrarle un sentido al final –burdo, grosero, ordinario y simple, sólo dinero– del relato épico del padre de la Nación.
En los primeros días era la expiación, el sacrificio de los animales en el altar romano para aplacar la ira de los dioses. Pero el propio mito –ya ex mito– se encargó de tirar por tierra la teoría de la expiación, mostrándose públicamente sin pizca de arrepentimiento. Con su jersey de lana, Pujol sólo es un hombre que defiende a sus hijos por muy tarambanas o corruptos que le hayan salido. Su única expiación es la de no haber sabido educarles bien.
Y eso que el concepto de familia no se le caía de la boca. Hace tres años, el mito viajó a Madrid e invitó a comer a un grupo de periodistas. Le escuchamos como al oráculo de Delfos. Así nos explicó la crisis. «España era ese vecino del tercero de clase media, que tenía una buena vida sin lujos, un trabajo decente que le permitía vivir en un piso apañado. En la escalera se cruzaba con el vecino del ático que tenía un casoplón y cambiaba de coche cada dos años. Su mujer le ponía la cabeza como un bombo con el visón de la vecina y su Porsche recién estrenado.
Un día tuvo un golpe de suerte, recibió una herencia, igual que a España le llovió el dinero de la UE. ¿En qué nos lo gastamos?, se preguntaron el matrimonio y España. El hombre se compró un Ferrari y se fundió la herencia en lujos. Lo más importante no era conducir el coche, sino que los vecinos le vieran salir del garaje con el bólido y a su mujer con el visón y las joyas. El vecino del tercero, borracho de éxito, puso el Ferrari a 250 y acabó en la UVI».
Qué razón tiene este hombre, pensé. Pero nunca pude imaginar que él era ese vecino del tercero a quien su mujer le ponía la cabeza como un bombo para hacer dinero. Y que el Ferrari lo conducían sus hijos.
LUCÍA MÉNDEZ, EL MUNDO – 30/08/14