El mito del gran pacificador

En cuanto un presidente se pone públicamente como meta llevar la paz a una situación de terrorismo se convierte en rehén. El ‘pacificable’ sabe que el líder tiene prisa por resolver el problema y le exprimirá, le chantajeará, a sabiendas de que el pacificador dispone de poco tiempo para serlo, el que marcan una o dos legislaturas.

Es la gran tentación de los líderes carismáticos que llegan al poder con un aura de santones laicos y es también su gran punto débil, un innecesario y proteico talón de Aquiles que se fabrican incomprensiblemente para un pie que gozaba de fortaleza y buena salud. Hablo de la tentación de pacificar lo que sea a bombo y platillo; de querer pasar a la Historia como los grandes pacificadores de algo que lleva décadas sin resolverse. Le ha pasado en España a Zapatero con la lacra de ETA y le pasa en Estados Unidos a Obama con el conflicto palestino-israelí. Al primero ETA vuelve a tentarle ahora con otra mal llamada tregua como al segundo vuelven también a tentarle esas eternas conversaciones de paz entre Netanyahu y Mahmud Abbas en las que anda enredando Hillary Clinton a ver si consigue hacer tropezar al nuevo presidente de Estados Unidos con la misma piedra con la que ya tropezó su marido, otro gran pacificador frustrado y no por casualidad.

Porque -hay que tenerlo claro- presentarse como el mesiánico y mágico ‘solucionador’ de esas tragedias crónicas es la garantía de que se ha de fracasar en su solución. Y es que en cuanto el presidente de una nación, para curarse de otros fracasos de su mandato, se pone públicamente como meta llevar la paz a una situación de terrorismo, guerra o guerrilla se convierte inmediata y voluntariamente en rehén de los terroristas, los militares o los paramilitares que están provocando dicha situación. Hasta ese momento era sólo un hombre que trataba de ejercer sus responsabilidades de gobierno de la mejor o la peor manera. A partir de ese instante en el que se postula como el elegido para salir airoso y vencedor único del reto en el que otros se estrellaron, el terrorista, el guerrillero, el enemigo o sujeto presuntamente susceptible de ser pacificado se sabe a sí mismo como ‘un precioso y cotizado bien’, como un ‘valor en alza’, como un ‘producto de venta electoral’, y tiene por lo tanto a ese gobernante cogido por el cuello o por otro sitio menos decoroso. Sabe que de él depende su éxito político. Y sabe, sobre todo, de la vulnerabilidad en la que le coloca esa situación. De ella se aprovechará y no es difícil adivinar su pensamiento ante el gran pacificador en acción: ‘Voy a sacar de ti lo que pueda, negociaciones, beneficios penitenciarios, pronunciamientos internacionales que me legitimen, tribunas mediáticas; todo lo que tú crees que me acerca a la paz y que yo veo que me acerca al objetivo para el que he practicado esa violencia. Tú te crees que me estás dividiendo pero yo estoy aprovechándome de tu engreimiento’. Sabe, en fin, el ‘pacificable’ que el líder político ‘tiene prisa’ por resolver ese viejo problema de violencia y lo exprimirá, lo toreará, lo chuleará, lo engañará, lo chantajeará colocándole ante las narices y retirándole el pastel de la ansiada paz a sabiendas de que el pacificador dispone de poco tiempo para serlo, el que marcan una o dos legislaturas.

Sabe que ‘tiene prisa’, sí. Uno de los análisis más lúcidos y sutiles que he leído sobre la cuestión del ‘final de ETA’ lo ha hecho José María Ridao en un reciente artículo en el que se preguntaba precisamente «quién tiene prisa y a qué viene la prisa por hallar una solución definitiva al terrorismo y al futuro político de su entorno». La pregunta puede parecer cínica o brutal a simple vista, pero encierra, sin embargo, toda el alma del Estado de Derecho que, aunque a algunos les parezca sorprendente, está antes para garantizar la seguridad y demás derechos de los ciudadanos que para ‘convertir a terroristas, violadores, capos y demás descarriados a la religión democrática’. A algunos (a los grandes y pequeños pacificadores sobre todo) les sorprenden estas verdades de Perogrullo porque poseen un concepto confesional de la democracia. Es como si tuvieran algo de clérigos destinados a velar por la salvación del alma del terrorista. Pero que el terrorista se arrepienta o no es un problema exclusivamente suyo. Lo que es problema de la sociedad es su terror y lo que es primer deber de los representantes del Estado de Derecho es tratar de impedirlo, neutralizar su irredenta voluntad criminal, no obsequiarnos con esos compungidos y timoratos comentarios a los que ya estamos habituados como ‘a ver si ETA reflexiona’, ‘a ver si Batasuna cambia’, ‘a ver si se dan cuenta del daño que están haciendo’� Como si Batasuna y ETA no hicieran ese daño precisamente porque se dan cuenta de que lo hacen. Cuando se ha producido un atentado resulta lacerante esa paciencia ‘santojobiana’. Cuando se lleva tiempo sin atentados resulta sencillamente ridícula.

Para luchar contra el terrorismo, como para resolver casos policiales, hay que ponerse en el lugar del malo y no en el del bueno. Un detective de ficción que se pasara la novela entera intentando pacificar al asesino y rezando para que se arrepienta no sería ni Sherlock Holmes ni Hércules Poirot sino otra cosa muy loable pero muy poco narrativa. El problema del gran pacificador es ontológico además de metodológico porque se pone en el lugar del santo que no le corresponde, ya que no está en los altares sino en un escaño del Parlamento o en el sillón del Despacho Oval; ya que no ha llegado a ese asiento por los milagros sino por los votos y ya que no es un mártir sino un representante político cuyo sacrificio implica el de los que le han elegido y han depositado en él su confianza.

Iñaki Ezkerra, EL CORREO, 8/9/2010