ABC 18/06/14
IGNACIO CAMACHO
· El mito taumatúrgico de la Segunda Transición se transmite como un conjuro político de propiedades semicabalísticas
Apartir del relevo en el Trono se ha empezado a forjar en España un nuevo mito: el de la Segunda Transición. Como sucede con todos los mitos nadie sabe exactamente en qué consiste y en esa indefinición reside parte de su poder mágico, de su hechizo semicabalístico que invoca una especie de tiempo liminar con propiedades genesíacas. La Segunda Transición sería, según las múltiples voces que la nombran con la insistencia de un conjuro o un abracadabra, una etapa taumatúrgica en la que el nuevo Rey habría de «liderar» –palabra clave– un proceso refundacional del extenuado sistema político que ensalme los conflictos para establecer un período de seráfica convivencia bajo el círculo virtuoso de un posmoderno Camelot democrático.
Ocurre que el nuevo monarca al que se reclama esta tarea artúrica carece, por disposición constitucional, de cualquier clase de poderes que excedan el ámbito de la autoridad simbólica, y aun esta es discutida por los recrecidos partidarios de la legitimidad republicana, otro mito histórico. La Monarquía española se mueve en un estrecho ámbito de competencias de mediación y arbitraje, sin más alcance que el de una interlocución a menudo desoída por los verdaderos agentes de la política. Ni siquiera tiene capacidad propositiva, que corresponde a la Cortes y al Gobierno; solo puede expresar, y no con demasiada concreción, vagas voluntades de convivencia y de acuerdo. Sin embargo se le está solicitando, a veces con cierto tono de amenaza relacionado con su legitimidad de ejercicio, que se ponga al frente de un impulso de regeneración institucional para el que hasta se le fijan deberes. La lista de peticiones, o exigencias, previas a la coronación la debería transportar a Palacio el Cartero Real… de los Reyes Magos.
En realidad, este bucle neotransicional surge de un discurso político relacionado con el republicanismo rupturista, acuñador de la idea de la «democracia incompleta», que sueña con aprovechar una posible y deseable reforma constitucional para revocar las bases del pacto del 78 desde el maximalismo que entonces quedó aparcado con pragmática sensatez política. Hay mucho de presión coactiva, consciente o no, sobre el heredero de la Corona, sometido antes de llegar a la opción tácita de promover un cambio radical en el statuquo o sufrir un cuestionamiento de su propia presencia en la cúpula del Estado. El dominó abdicatorio que se ha producido en la nomenclatura dirigente apunta también a una suerte de imperativa renovación generacional en beneficio de una efebocracia obligatoria. El reinado de Felipe VI –habrá que hablar del felipato porque el término felipismo ya está gastado–, consecuencia natural de la Constitución vigente, parece para muchos la oportunidad de liquidar defacto el régimen. Y el verdadero programa de la abstracta Segunda Transición no vendría a ser otro que el de enterrar la primera.