ABC-IGNACIO CAMACHO
Sería un error pensar que existe alguna forma conciliadora de que el nacionalismo renuncie a su objetivo
COMO la política española carece por completo de pensamiento estratégico, lo único que parece importar ahora del conflicto catalán es que los separatistas no armen demasiado jaleo. Que no desestabilicen la
pax petrina con que Sánchez pretende instalarse en el Gobierno mientras juega una engañosa partida entre tahúres con Podemos. Que se den por satisfechos con el desalojo de Rajoy y se limiten a la agitación retórica sin salirse del tiesto. Esto se llama táctica de apaciguamiento y requiere que el presidente les dé margen para escenificar su postureo de rebeldía civil y sus ritos de solidaridad con los líderes presos. Ellos lo saben, y saben también que necesitan tiempo para recomponer la cohesión interna antes de encontrar el
momentum –Torra dixit– de relanzar su proyecto. Saben que el 155, pese a su blandura, los dejó maltrechos y que entre su gente, salvo los irreductibles, cunden síntomas de agotamiento. Se sienten en una etapa de transición y les falta masa crítica para embarcarse en otro proceso.
Pero sería un error catastrófico, una confusión descomunal sobre la esencia del nacionalismo, pensar que existe alguna forma conciliadora de lograr que renuncien a sus objetivos o creer que van conformarse con la exhibición litúrgica de sus símbolos. El programa soberanista, el que inspiró Pujol a finales del pasado siglo, está intacto en su concepción de destino colectivo. Aunque el frenazo al golpe de octubre sofocase provisionalmente aquel desvariado estallido, no existe la mínima posibilidad de que reconduzcan su designio. Antes al contrario, están convirtiendo el fracaso en combustible victimista para reemprender el camino. Pueden haber aceptado en su fuero interno que aún no suman mayoría social suficiente para conseguirlo, pero si algo tienen demostrado es persistencia histórica y terquedad de espíritu. Y gozan de la enorme ventaja que durante décadas el Estado les ha concedido: la de la construcción de un régimen que les permite asegurar la hegemonía de sus mitos. Ya no tienen vuelta atrás salvo en la hipótesis, hoy por hoy inviable, de una derrota de gran calibre que los devuelva a la melancolía estéril del pesimismo.
Por eso no se debe minusvalorar, en el aniversario de la revuelta, toda esta apelación a la legitimidad republicana y a la épica de la resistencia. Existe en la mentalidad nacionalista un componente quimérico de creencia, pero también una paciente terquedad moral de la que obtiene fortaleza. El gran desacierto español en Cataluña ha consistido en la confianza, tan ingenua, de que esa quimera se disiparía en el pragmatismo de las concesiones y las prebendas. Y ahora, tras la sacudida crítica de 2017, estamos –o más bien está la izquierda– cayendo de nuevo en la trampa inducida por esa autoconvicción benévola. Los Torra se encargarán, como ayer, de recordar hasta qué punto se trata de una mala idea.