José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

A los independentistas les abochornan el golpe del 6 y 7 de septiembre, el pánico y huida de Puigdemont y otros colaboradores y su impotencia ante la prisión y posible condena de sus dirigentes

Los independentistas —el martes, Torra ni mencionó la efeméride— no van recordar que hoy se cumple un año de la sesión parlamentaria que aprobó la primera de las leyes de ‘desconexión’: la del referéndum. El Parlamento lo tienen cerrado y no es por casualidad. Aquel pleno y el del día siguiente producen vergüenza y pudor (léase la crónica de ayer en ‘El Periódico’ de Fidel Masreal y Xabi Barrena sobre cómo fue forzada la Cámara catalana a continuar el día 7 el inicio del golpe del día anterior) porque, incluso desde zonas muy próximas al separatismo, se ha interiorizado que se produjo un ‘golpe‘. Al que unos adjetivan como «posmoderno» (es el caso de Daniel Gascón en su libro editado por Debate), otros de “golpe parlamentario revolucionario” (Antón Costas ayer en ‘La Vanguardia’ y el 7 de agosto en ‘El Periódico’) y otros, en fin, de “pronunciamiento”, como hizo el historiador Santos Juliá en ‘El País’ el 16 de abril pasado.

Como ha escrito Aurora Nacarino Bravo en el muy reciente libro titulado ‘Anatomía del procés’ (editorial Debate), en el que participan también varios ensayistas (Valls, Borrell) y relatores (Coll, Molina, Maldonado, Amat), entre otros más, aquellas sesiones fueron “un simulacro de democracia procedimental que ignoró todas las legislaciones vigentes, cercenó los derechos de la oposición (…) subordinó a los funcionarios de la Administración Pública a una opción política e ignoró la separación de poderes. En la práctica, se trató de un autogolpe de Estado (…)”. De ahí que cobre actualidad el libro ‘Empantanados’ (editorial Península) de Joan Coscubiela que, ante el arrasamiento de los derechos de la minoría parlamentaria, se marcó un discurso que aplaudieron todos los demócratas de este país y que abochornó a los independentistas. Fue cuando Rajoy debió haber aplicado el 155. Una gravísima omisión que nos está costando muy cara.

Aquellas sesiones fueron «un simulacro de democracia procedimental que ignoró todas las legislaciones vigentes»

A los independentistas, insisto, no les gusta recordar aquellas bochornosas sesiones del Parlamento catalán porque, además de comportarse sus grupos como bananeros, los letrados de la Cámara fueron desoídos y menospreciado el Consejo de Garantías Estatutarias. Se perpetró un golpe ‘kelseniano’, es decir, sin armas, con “violencia parlamentaria” (sic de Antón Costas), para sustituir por vía de hecho la legitimidad del Estado por otra, sin que tal sustitución responda, como argumentaba Costas ayer (“La desobediencia civil”), a una característica “desobediencia civil”, por más que Torra en su discurso del martes citara a personajes como Mandela o Martin King.

No hay pues celebraciones hoy para recordar aquel golpe (no les gusta a los independentistas que así se denomine, pero lo fue). Tampoco les están gustando en absoluto los relatos de la huida (“cundió el pánico”) de su expresidente Puigdemont el día 29 de octubre a Bélgica, acompañado de un núcleo duro de exconsejeros, dejando en la estacada al resto de su Gobierno y, sobre todo, engañándolo. Lo cuentan con detalle, de nuevo, Masreal y Barrena en ‘El Periodico’ del pasado domingo. Detallan cómo el expresidente de la Generalitat lanzó la consigna cuando preparaba las maletas para irse a Bruselas: “Mañana, todos al despacho”. La noche del 27 de octubre, prácticamente todo el Gobierno catalán se trasladó al sur de Francia y —Junqueras se mantuvo tranquilo y consciente en su casa con su familia— reclamaron información y asesoramiento sobre lo que les podía ocurrir después de haber declarado unilateralmente la independencia sin el arrojo posterior de arriar la bandera de España del Palau de la Generalitat. Un inmenso “farol”, como reconoció la consejera Clara Ponsatí.

El pasado sábado, ‘La Vanguardia’ publicó un adelanto de ‘El naufragio’ (editorial Península), una crónica extensa de su directora adjunta, la solvente periodista Lola García, y que el día 12 estará en las librerías. Cuenta García en ese capítulo («Ya no hay república. Ni tampoco autonomía») los momentos posteriores a la declaración independentista del día 27, el miedo de los consejeros y asesores, el engaño de Puigdemont al huir sin informar a todos los miembros de su gabinete y, en particular, a su vicepresidente Junqueras, y el sentimiento de ridículo que invadió a algunos cargos públicos que el lunes día 30 acudieron a sus despachos mientras el Capitá

n Araña estaba ya instalado en la capital de Bélgica. Todos estos episodios recuerdan a huidas precipitadas por el alcantarillado de Barcelona en 1934 (Dencás, consejero entonces de Gobernación de la Generalitat) y que Julio Martín Alarcón resumió con acierto en El Confidencial el 6 de septiembre de 2017 («El primer Estado catalán de 1934 también acabó entre rejas»). Por eso —por la cobardía de algunos—, esta fuga tampoco será recordada por el independentismo. Forma parte de su segunda vergüenza, tras la primera, el golpe del 6 y 7 de septiembre.

La pelea por la excarcelación de los presos y, ahora, la campaña para su absolución responden al estímulo del tercer fracaso del independentismo

La pelea por la excarcelación de los presos preventivos y, ahora, la campaña para su absolución responden al estímulo del tercer fracaso del independentismo: creer erróneamente que el Estado no iba a defenderse penalmente de la agresión que sufrió. Y la frustración de contemplar cómo la Justicia —con todos la avatares que se quieran— sigue adelante con el proceso, que culminará en una sentencia cuyo alcance en este momento solo podemos atisbar (rebelión, conspiración para la rebelión, sedición…). Creyeron que España estaba dotada de un Estado arteriosclerótico e ineficiente, que sus poderes estaban corroídos y que sus acciones infractoras de la ley quedarían impunes.

Por eso, la propuesta movilizadora de Torra esbozada el martes en el Teatre Nacional de Catalunya busca la impunidad, porque mientras los dirigentes de la asonada sigan en la cárcel o fugados de la Justicia y sean condenados, la materialización del fracaso (que comenzó con el golpe del 6 y 7 de septiembre de 2017) resultaría total. Y eso también les produce vergüenza. Esperemos que el segundo fracaso golpista —si descontamos el de 1931— en menos de un siglo valga para que no se repita.