- Sin el apoyo de una parte de la sociedad vasca no se habría podido cruzar la línea del atentado terrorista durante 40 años
Hay un día en el que todo cambia, en el que tu mundo se pudre aunque aún no puedas percibir el hedor. En el que la idea de la violencia se vuelve realidad porque alguien cruza esa línea que separa el irreconciliable abismo entre el bien y el mal. Hubo un día en el que ETA empezó a matar y su líder Etxebarrieta asesinó al guardia civil de Tráfico José Pardines, la primera víctima mortal de las 853 que causarían durante 40 años.
De ese momento habla la serie La Línea Invisible, que hace un ejercicio de memoria al recordar que Etxebarrieta no es ese héroe pulcro y santificado por la izquierda abertzale, que lo utiliza en la iconografía propagandística de ETA, como su Ché Guevara. La serie cuenta con más rigor histórico del que se espera en estas grandes producciones y dedica un capítulo al joven Pardines y a la vida que le arrebataron. Pero sobre todo se recuerda que Etxebarrieta fue un asesino, a pesar de que ninguna de sus escenas, ni la dulzura y fragilidad del actor que lo interpreta, refleje el fanatismo integrista inherente a quien cruza de forma consciente la línea del crimen, como causa romántica, como un sacrificio por una identidad más valiosa para él que la vida de una persona.
¿Cuándo se empezó a no hablar de los asesinatos de ETA, a bajar la persiana cuando estallaba una bomba, a guardar silencio o mirar a otro lado?
La violencia siempre estuvo en las palabras de ETA. Siempre estuvo ahí. Si no hubiese sido Etxebarrieta otro habría cruzado la línea, porque las palabras transforman comportamientos y personalidades. No es inocua la idealización y celebración obsesiva de quien es considerado héroe por haber traspasado la línea de la violencia, algo que sigue sucediendo en el País Vasco y Navarra.
La serie hizo que recordase otra pregunta persistente en mi memoria. ¿Cuándo se empezó a no hablar de los asesinatos de ETA, a bajar la persiana cuando estallaba una bomba, a guardar silencio o mirar a otro lado? ¿Cuándo se cruzó esa otra línea invisible de su justificación y complicidad en la que se recogen sus nueces sangrientas? ¿Cuándo empezó a ser la miseria moral el nuevo orden social?
Apoyo y silencio cómplice
Esta cuestión está necesariamente ligada al hecho de que ETA fue la única banda terrorista que durante décadas asesinó, secuestró y extorsionó poniendo en jaque a la democracia española y provocando un verdadero trauma generacional en nuestro país. Sin el apoyo y el silencio de una parte de la sociedad no se hubiese asesinado durante 40 años a la otra parte.
Quizá la desmemoria a la que obliga la mala conciencia, la vergüenza de dejar a la vista la propia vileza sea lo que persigue el entorno del PNV con sus ataques al Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo (CMVT). Porque cuanta más luz hay sobre la realidad de las atrocidades de ETA, más siniestro resulta el papel de quien miró a otro lado o directamente lo protegió, obteniendo como’ castigo’ el monopolio del poder en las Instituciones vascas y la corrupción que ello conlleva. El ataque y desprestigio al Memorial y a sus investigadores, como Gaizka Fernández Soldevilla, por parte del entorno de la EITB, responde al linchamiento como forma de adquirir un status social en la tribu nacionalista. Y un sueldo público.
Aunque pueda resultar contradictorio, la memoria es prioritaria en la agenda del PNV y en la de Bildu, como recordó Otegi en su carta dirigida a los etarras en prisión, de la que hablé aquí. La obsesión de monopolizar las acciones encaminadas a la memoria democrática responde a edulcorar lo que no pueden tapar y a mentir sobre todo lo demás mientras obtienen un sueldo público.
La verdad que recoge el Centro Memorial es muy poderosa en relación a las mentiras que tanto presupuesto necesitan por la parte nacionalista
El Gobierno vasco creó Gogora, Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos. Tiene un Presupuesto de dos millones de euros y numerosos altos cargos con sueldos que oscilan entre los 75.000 y 106.000 euros, entre los que no hay ningún historiador, ni nadie que haya publicado nada intelectualmente a considerar. Su relato de memoria es de sentimientos, no de hechos. Habla del dolor de la familia de un etarra, que murió manipulando una bomba, con el de las víctimas de ese artefacto. El dolor no sé, pero los hechos no pueden ser más antagónicos.
La verdad que alberga el Memorial choca con la necesidad de ocultación de hechos por parte de Gogora. Por eso no apoyó un proyecto de memoria como la película Traidores, de Jon Viar, un joven cineasta vasco que cuenta la historia de su padre, quien se salió de ETA por no querer cruzar esa línea invisible del crimen y que puede llevar a alguien a simpatizar con el horror. Los relatos románticos, épicos y victimistas sobre el pueblo vasco transmitidos a modo de herencia sacra dentro del núcleo familiar. El PNV pretende mantener el monopolio del relato para preservar ese imaginario perverso nacionalista, como si no tuviese relación con haberse cruzado esa línea del terrorismo y considerarlo como una acción patriótica y legítima. “Era otro contexto”, afirman. Memoria de sentimientos y no de hechos, de víctimas pero no de culpables para perpetuar las mentiras del nacionalismo y su permanencia en las Instituciones.
La verdad que recoge el Centro Memorial es muy poderosa en relación a las mentiras que tanto presupuesto necesitan por la parte nacionalista. No pararán en sus ataques hasta que tengan el control de la Institución.
Quizá haya llegado el momento de hacer también un ejercicio de memoria sobre la reacción ante la violencia. Sin el apoyo de una parte de la sociedad no se habría podido cruzar la línea del atentado terrorista durante 40 años. Sin una sociedad que cumpliese la condena a la muerte civil dictada por ETA sobre la parte no nacionalista de la sociedad, todo hubiese sido distinto y recordarlo evita que suceda no sólo la violencia, sino su legitimación y justificación.