IGNACIO CAMACHO-ABC
- El PNV ha entrevisto la perspectiva de un modelo confederal que le permita dejar atrás el Estatuto de Guernica
El sintagma ‘nacionalismo moderado’ constituye un oxímoron, pero estando por medio Iñigo Urkullu la contradicción chirría un poco menos. El lendakari es un político pragmático y suave de maneras que sin dejar de ser fiel a su credo excluyente procura ejercerlo con formas moderadas, apariencia de responsabilidad institucional y estilo discreto. Quizá por eso, y porque tres mandatos consecutivos son mucho tiempo, la dirección del PNV le comunicó ayer que no volverá a ser candidato a la presidencia del Gobierno vasco. Se conoce que la polarización inducida por el sanchismo requiere dirigentes más bizarros, gente brava y a ser posible más joven que no se ande con aires templados. La época de tender puentes ha caducado y llega la de levantar muros bien altos para cerrar el paso a los adversarios.
El electorado medio del partido de Arana se ha hecho viejo. El final de la violencia criminal de ETA permite a las generaciones que no la vivieron votar sin remordimientos a sus testaferros directos, y los pactos de Sánchez con los separatistas catalanes tienen efectos miméticos en un nacionalismo burgués temeroso de quedarse obsoleto si no eleva el tono para integrarse como miembro de pleno derecho en la alianza ‘de progreso’. Los privilegios que va a obtener Cataluña abren en Euskadi la perspectiva de dejar atrás el Estatuto de Guernica, fruto del consenso de una etapa que la nueva política considera vencida, y adentrarse en un modelo de corte confederal que trascienda el marco de las autonomías. Si Bildu forma un eje con Esquerra, los peneuvistas quieren tejer con Junts lazos de simetría. Las cuatro fuerzas son el sostén del mandato sanchista y se sienten en condiciones de rediseñar el Estado a su medida.
Poco importa ya que tanto la clientela de Urkullu –o de su sucesor– como la de Puigdemont pertenezca en su mayoría a la derecha liberal o conservadora. En sus respectivos ámbitos, el esquema de la confrontación ideológica ha declinado y ahora la dialéctica es otra: soberanía inmediata o gradual, ruptura unilateral o desagregación progresiva y transitoria de la nación española. Ése es el planteamiento esencial de las próximas elecciones en ambas comunidades, donde la fragmentación del voto otorga a los socialistas un papel clave. El próximo gobierno vasco –y probablemente el catalán– lo va a decidir Sánchez, y el PNV sin poder corre serio riesgo de volverse irrelevante. Ambos se necesitan, y por eso los ‘jeltzales’ procuran orientarse en la estrategia frentista de bandos irreconciliables.
Los mandatarios de Sabin Etxea intuyen que la personalidad mesurada, ecléctica, institucionalista, de Urkullu no sirve para tiempos arriscados y guerras de trincheras; buscan un liderazgo con otro talante, alguien capaz de echarse al monte con espíritu de pelea cuando Puigdemont vuelva y ponga el órdago de la autodeterminación sobre la mesa.